El litigante busca la estrategia para salir del conflicto y no descarta acudir a un método alterno extrajudicial o ceder en sus pretensiones, porque tiene claro que el fin perseguido es ganar la guerra, aunque en el camino se pierdan algunas batallas. El picapleitos tiene un catálogo de incidentes que aplica como un manual para cualquier caso, porque lo importante es dilatarlo, aunque se le vaya la vida en el intento y el desenlace sea inevitable (que ha contribuido a agravar).
Al abogado chapucero no le importa que sus escritos estén plagados de faltas ortográficas, arrastren los nombres de uno anterior o sean incoherentes porque cree que nadie se fija en eso y lo que cuentan son los resultados -regularmente retardatorios- además, no tiene tiempo para esas minucias. El juicioso lee y revisa lo que redacta antes de exponerlos porque nunca está conforme; su afán perfeccionista es presentar un trabajo impecable porque está consciente de que es su carta de presentación y que cualquier desatino le puede costar tiempo y dinero a su cliente (y a veces, hasta la libertad).
El leguleyo anda sin rumbo ni vela, hacia donde lo lleve el viento de las circunstancias del momento, se contenta con contradecir a la parte adversa, -aun le convenga la moción, pero ni cuenta se da- porque lo suyo es discutir y llevar la contraria. El otro analiza y reflexiona sobre qué es lo más conveniente, ataca cuando tiene que hacerlo, pero espera su turno porque ha medido las debilidades de su contrincante y sabe elegir el momento idóneo para dar el zarpazo. El primero cobra por el tiempo en que dilata el cumplimiento de una obligación que igual tendrá que afrontarse, mientras el segundo va preparándose pacientemente porque opera por un resultado (o por los medios para obtenerlo) para lo que aplica todos sus esfuerzos y conocimientos.
La temeridad es el lema de uno que se lleva todo de encuentro -comenzando por sus principios- porque no tiene escrúpulos, baila la música que le pongan, siempre que esté bien paga; el otro, se maneja con prudencia, mide los riesgos y anticipa las consecuencias porque sabe que, más allá de un expediente, está su reputación que trasciende cualquier litis.
El litigio es el último recurso del abogado prudente (así sea litigante), pero el único para el que está jugando al pleito porque no concibe otra forma de resolverlo ni de ejercer, que no fuera con la toga al rastro, ya raída de tanto uso. No son todos los que están ni están todos los que son; unos, son los colegas que se admiran, lo otros, los que se quisiera olvidar.