La Constitución de la República Dominicana establece claramente en su artículo 15 que “el agua constituye un patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida, donde el agua para consumo humano tiene prioridad sobre cualquier otro uso de ella, por lo que el Estado promoverá la elaboración e implementación de políticas efectivas para la protección de los recursos hídricos de la Nación”, texto que es tan claro, tan preciso, y tan humano, que no admite ninguna interpretación distinta a su concepción, y en tal virtud sería inconstitucional cualquier ley contraria a esta definición capital.
Todos sabemos que desde hace 20 años el país ha esperado pacientemente una ley de aguas superficiales y subterráneas que priorice la protección y la correcta administración de las cuencas hidrográficas (superficiales) y las cuencas hidrogeológicas (subterráneas) que están cada día más deterioradas y más contaminadas con pesticidas, plaguicidas, fungicidas, herbicidas, desechos orgánicos humanos, desechos orgánicos animales, aceites y combustibles de vehículos y desechos sólidos residenciales e industriales, porque durante siglos las sociedades han entendido que los ríos son vías de transporte de desechos, pero el proyecto de ley de aguas estuvo hibernando en el Congreso Nacional hasta que ahora ha sido despertado con un objetivo inhumano y perjudicial.
Está claro que una moderna ley de aguas debe incluir las bases para un plan hidrológico nacional, acompañado de un plan hidrogeológico nacional, a los fines de velar por la correcta protección, captación, purificación y distribución equitativa de este recurso vital de propiedad pública nacional, captando y almacenando los mayores volúmenes posibles en las regiones hidrológicas de mayor pluviometría, como la porción central del país, donde anualmente caen hasta 3,500 milímetros de lluvias por cada metro cuadrado de superficie, para compartirla con las regiones de menor pluviometría, como la región suroeste y la Línea Noroeste, donde anualmente apenas caen 400 milímetros de lluvias por cada metro cuadrado de superficie, pero bajo ninguna circunstancia debe incluir ventanas para “concesionar” el usufructo de aguas superficiales y subterráneas que por ser un bien común, óigase bien, por ser un bien común, no pertenecen a nadie en particular, ya que lo que es un bien común es propiedad de todos, y lo que es de todos nunca debe ser entregado a unos pocos que tienen mucho, para que lo comercialicen de manera onerosa entre muchos que tienen poco, porque ese no es el papel social del Estado.
Una ley de aguas debe ser una ley complementaria a la Ley Ambiental 64-00, complementaria a la Ley de Áreas Protegidas 202-04, y complementaria a una futura ley de ordenamiento territorial, pero nunca debe ser una ley que siente las bases para un oneroso mercado del agua, porque “concesionar” el usufructo comercial de las aguas viola la Constitución de la República y viola el derecho fundamental humano del libre acceso al agua potable.
Nunca debemos confundir una concesión de explotación minera, con una “concesión” de explotación de aguas, porque las concesiones de explotación minera se justifican sobre la base de que los recursos minerales están ocultos y distribuidos de manera muy errática en el subsuelo, y para descubrir un yacimiento mineral de oro, plata, níquel, cobre, petróleo, etc., se requieren muchos años de costosos estudios donde es necesario gastar decenas, y a veces cientos, de millones de dólares en exploración geológica, geofísica y geoquímica, en análisis químicos cuantitativos, en zonificación, en cuantificación de reservas minerales explotables, y en pruebas metalúrgicas para definir el mejor método a usar para separar el metal de la roca donde reside, pero ese no es el caso del agua, porque nadie tiene que explorar ni gastar dinero para descubrir el río Yaque del Norte, el río Yaque del Sur, el río Ozama, el río Isabela, el río Haina, el río Yuna, el río Artibonito, el río Nizao, el río Bao, ni el río Mao, porque los ríos transitan libremente, superficialmente y visiblemente desde altas montañas hasta llanuras fluviales y mares.
Pretender aprobar una ley que permita “concesionar” las aguas es pretender privatizar las aguas públicas, tal y como en el siglo pasado se concesionaron y privatizaron nuestros bosques para instalar aserraderos que depredaron el 70% de nuestra cobertura boscosa y secaron muchos de nuestros ríos, y si usted no ha construido ningún río, ni ha comprado ningún río, porque todos los ríos tienen millones de años de edad por haberse formado en el pasado geológico como arterias que forman parte del ciclo hidrológico, y si hasta el Génesis de la Biblia fue claro al decir que Dios ubicó al primer ser humano en un paraíso terrenal, o Edén, en una Mesopotamia entre los ríos Tigris y Éufrates, para que tuviera libre acceso al agua, qué, o quién, le hace pensar a usted que se puede aprobar una ley de aguas que le permita a usted hacerse dueño comercial de un río nacional para usted venderle el agua a los pobres que cada día tienen menos capital, y de esa forma usted cada día tener mucho más capital. Pretender privatizar las aguas públicas es una barbaridad inaceptable para nuestra sociedad.