De eso hace más de 30 años, y nadie sabe cómo pasó. Lo cierto es que ese sábado en la mañana, Rusiano amaneció como poseído por un espíritu maligno.
De ser un muchacho sociable y cariñoso con todo el mundo, pasó a ser un hombre grosero y odioso, que a todo el que le pasaba por el lado, le daba un “cocotazo” o un “pellizcón”, sobre todo, si era niño o más débil que él.
Y ante la más mínima protesta del agredido, amenazaba con un “¡cállese, que el Jefe soy yo!”. Esta actitud nadie la entendía, pues Rusiano desde que llegó al barrio se presentó como un hombre manso, que se dejaba querer y quería a todo el mundo, sobre todo a la gente de su campito que llegaban a la Capital a buscarse la vida.
En una ocasión, los vecinos “pendencieros” le contaron 16 personas, entre familiares y compueblanos que vivían en su pequeña habitación alquilada. En realidad él los dejaba dormir ahí de gratis, pues de sol a sol estas personas estaban en las calles vendiendo mangos, ajíes, verduras, frío frío y cualquier cosa que le dejara algo de dinero para su comida.
Él se ganaba la vida en una ebanistería y casi todo lo que conseguía era para el grupo. Por eso, los vecinos estaban sorprendidos por la forma de Rusiano al proclamarse “El Jefe” y mantener a raya a los débiles.
Sus minutos de “poder y gloria” terminaron cuando en uno de los callejones, se topó con doña Bienva, una viejita como de 80 años, que a cualquiera ponía en su sitio.
Ella tenía la fama de no aguantarle relajo ni abuso a nadie. -Quítese del medio, vieja “agentá”, que llegó El Jefe-, le dijo Rusiano a la pobre mujer. Fue ahí que doña Bienva le contestó: -Claro que sí, Rusiano, tú eres el jefe, pero El Jefe de los Boca Aguá.