Es un hecho reconocido, incluso por la generalidad de los líderes políticos, que la mala práctica que teníamos de que las cúpulas partidarias seleccionaran discrecionalmente a los candidatos a puestos electivos era no solo perniciosa sino antidemocrática, así como el excesivo uso de reservas de candidaturas y el irrespeto a los resultados arrojados por convenciones internas, que sacrificaban por supuestas conveniencias partidarias a candidatos electos en esos procesos, lo que en el mejor de los casos producía frustración, en otros episodios violentos a los que había que buscarle soluciones de ingrata recordación, o divisiones y tensiones que erosionaban las estructuras partidarias.
Luego de más de veinte años de que la sociedad civil reclamara por una necesaria regulación de los partidos, finalmente hubo la voluntad política de aprobar la Ley 33-18 de Partidos Políticos en gran medida porque el entonces presidente quería garantizar que el candidato de su partido, estando él impedido constitucionalmente a repostularse, fuera electo mediante el método de primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. Afortunadamente estas no se impusieron, y el artículo 45 de dicha Ley dispone que las modalidades de selección de las candidaturas serán las primarias, convenciones internas y encuestas
Precisamente uno de los aspectos regulados por esta legislación de partidos es el establecimiento de limitaciones para las sustituciones de candidaturas, disponiéndose en el artículo 56 de la Ley que toda persona legítimamente seleccionada como candidato mediante una de las modalidades establecidas en la ley en los procesos internos de elección, no podrá ser sustituida, “salvo en los casos que la persona que ostenta la candidatura presente formal renuncia al derecho adquirido; se le compruebe una violación grave a la Constitución o a disposiciones de esta ley o que haya sido condenada penalmente, mediante sentencia con la autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada…”. Incluso para dar mayor fortaleza a los derechos adquiridos por personas seleccionadas en procesos internos, el artículo 25, numeral 8, establece como una de las actuaciones prohibidas a los partidos y agrupaciones políticas, “despojar de candidaturas que hayan sido válidamente ganadas en los procesos internos” para favorecer a otras personas, sean o no del mismo partido o agrupación.
Otra de las limitaciones impuestas por la Ley 33-18 a los partidos es el establecimiento en su artículo 58 de un porcentaje tope de un 20 % para las reservas de candidaturas, el cual los partidos intentaron desnaturalizar interpretando a su conveniencia que debía calcularse sobre el total de las candidaturas, cuando había quedado establecido mediante sentencia del Tribunal Superior Electoral (TSE) que debía ser por nivel de elección. De igual forma los partidos están obligados a respetar los porcentajes de la cuota de género, de un mínimo de 40% y un máximo de 60%, incluidas las candidaturas reservadas.
Pero resulta que no obstante la existencia de estas reglas del juego, los fantasmas de las viejas prácticas partidarias siguen pululando en los procesos partidarios, y la negativa cultura del incumplimiento de la ley también se hace presente, y los dirigentes a veces olvidan que están sometidos ahora a regulaciones que garantizan la transparencia y la democracia interna al limitar su discrecionalidad, y que los plazos previstos para las distintas actividades ya no les permiten sortear sus fichas a su conveniencia, lo que les obliga a tomar decisiones estratégicas a tiempo, o cargar con el fardo de no haberlas tomado.
Al parecer los mismos partidos que reclaman con fiereza el cumplimiento de la ley cuando les beneficia, como lo hicieron con el porcentaje de la contribución económica del Estado a estos, por otro lado, se resisten a cumplirla o a someterse a mayores rigores democráticos, como evidencia el hecho de que la mayoría optó por no celebrar primarias para la escogencia de sus candidatos, y se resienten cuando resoluciones les desfavorecen o sentencias fallan en su contra. Lo peor es que incurren en una penosa y muy peligrosa práctica de tratar de desacreditar a los órganos electorales, Junta Central Electoral y el TSE, a los que culpan por errores cometidos por sus cúpulas, o pretenden poner en manos de la Junta solucionar entuertos que estos mismos provocaron, y que no tienen la posibilidad de resolver mediante las soluciones que la ley permite, o no desean hacerlo.