Muchos se preguntarán cómo existiendo la Ley 340-06 sobre compras de bienes, servicios y obras que creó el sistema de contrataciones públicas y el órgano rector de este, los casos de corrupción continuaron y se reprodujeron desde que dicha ley fue promulgada como requisito exigido por los Estados Unidos para aprobar el tratado de libre comercio con nuestro país, y cómo a pesar de un cambio sustancial en la Dirección General de Contrataciones Públicas investigaciones periodísticas responsables continúan destapando transgresiones a la ley y contrataciones viciadas de corrupción.

Lo primero que hay que tener claro es que la aprobación de dicha ley fue el cumplimiento formal de una exigencia desprovisto de la voluntad de asumirla, como lo evidencia el hecho de que fue aprobada el 18 de agosto 2006 y modificada en menos de 4 meses mediante la Ley 449-06, del 6 de diciembre del mismo año, precisamente para suavizar las responsabilidades de los funcionarios y administradores de empresas públicas, eliminando los párrafos II y III del artículo 65 que disponían penas de 3 meses a 2 años de prisión, y multa de hasta un monto igual al valor de los bienes y servicios o del contrato, o entre 2 y 10 veces el impuesto dejado de pagar, y la prohibición de ejercer funciones públicas por 5 años.

Lamentablemente este sistema generó una estructura mafiosa que abrió el paso a un grupo de licitantes favoritos que venden y dan servicios de cualquier índole, y utilizan sociedades de papel que obtienen sus Registros de Proveedores del Estado al momento mismo de presentar sus ofertas, dado que la previsión original del artículo 7 de dicha ley también fue modificada, y participan en concursos para los que carecen de solvencia y experiencia, pero les sobran influencias para resultar adjudicatarios. Las debilidades del órgano rector, de las sanciones previstas en la ley y sus falencias, sumadas a la falta de voluntad política para perseguir la corrupción, hicieron que este sistema se convirtiera en camisa de fuerza para desarrollar proyectos para aquellos que deseaban hacer las cosas bien y colador de todo tipo de trampas y violaciones para quienes hacían simulacros de procesos que no resistían ningún análisis pero que pasaban sin tropiezo por ante un regulador ciego y sordomudo ante determinados poderes, o utilizar subterfugios como la excepción que prevé la ley para bienes o servicios con exclusividad para desnaturalizando la protección a distribuidores locales que buscó la Ley 173 de 1966, conseguir distribuciones exclusivas de concedentes extranjeros, fabricadas a la medida para asegurarse el monopolio de ciertas contrataciones al amparo de sus influencias políticas. Por eso dentro de las muchas reformas que requiere este sistema una de las más prioritarias debe ser la organización de un Registro de Proveedores del Estado que obligue a que quienes lo tengan o vayan a obtenerlo sean verdaderos suplidores de los bienes o servicios de que trate, y que su registro no sea un cheque en blanco, sino que esté limitado a los productos o servicios para los que clasifiquen, evitando así que se sigan registrando empresas fantasmas que se crean para amañar procesos y que oportunistas cambien de objeto social como de camisa para participar en estos, y que en coordinación con la Cámara de Cuentas se obligue a todos los funcionarios a revelar en su declaración patrimonial todas las sociedades de las cuales son beneficiarios finales, de forma que los registros que sean suspendidos no se limiten a los de ellos como personas lo que resulta inútil, y puedan serlo todos los de la red empresarial bajo la cual actúen.

Si esto hubiera sucedido probablemente no hubiésemos tenido que esperar a una investigación periodística valiente y responsable para que la Dirección de Contrataciones certificara todos los procesos que fueron adjudicados a empresas de un senador, quien apostó a un discurso politiquero y tremendista para intentar descalificar la denuncia, sin advertir que ya las cosas no son como antes.

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