El sufijo “cracia” significa gobierno, poder o dominio y si hay una forma de transitar que impera en nuestras carreteras, esa es la yipeta; una señal inequívoca de estatus para proyectar –de forma material o simbólica- que estamos por encima de la media y literalmente, su altura nos lo hace parecer (y no en sentido figurado). Es como el cetro para demostrar que se es rey, una carta de presentación más efectiva que curriculum, títulos de propiedad, balances o estado de situación con la que se pretende aparentar que se está superlativamente bien.
Dudo que haya un país -aun fuese más desarrollado económicamente que el nuestro-en que hubiese más especies de este tipo de transporte circulando por las calles. Los hay de todos los tamaños, modelos, marcas, colores y dimensiones; de distintas potencias y para todo sistema de vida: familiar, viajero, sibarita o aventurero. Son apartamentos rodantes porque muchas veces valen más que uno, una expresión desesperada de opulencia, aunque su pago se acumule en pagarés atrasados en el despacho de un abogado que, impotente, ve cómo la máquina nueva vez, se financia y se disfruta olímpicamente, aunque se deba, hasta que se la quiten y luego acudir al mismo esquema para otra.
Difícilmente exista una isla con más vehículos de esta naturaleza que en Dominicana donde se ha constituido en la expresión indiscutible de un óptimo estado económico, como certera prueba de éxito profesional o empresarial. Es el lenguaje mudo en que se expresa a gritos una superioridad patrimonial, sin tener que emitir palabra. Si por ellas fuera y lo que podrían representar, seríamos el Estado con el mayor poder adquisitivo del Caribe y zonas aledañas.
No importa que el mantenimiento y combustible la hagan insostenible como medio de transporte, mientras sea la muestra portentosa de pertenecer a una élite. Las dificultades para su parqueo no le restan atractivo porque, aunque muchos la adquieren por su seguridad y estabilidad para transitar estos caminos endemoniados o como eficaz herramienta de trabajo, otros tantos no se la pueden permitir y lo hacen para exhibirlas como estatus de solvencia. Es remedio infalible de negocios y de conquistas amorosas en que hasta la fealdad se olvida, si va acompañada de un alto cilindraje. Que no haya dinero para la leche, que se atrase la renta, que no se pague el colegio y hasta se sacrifiquen los libros de los muchachos, pero que no falte en la marquesina esa señal imponente sobre cuatro ruedas enormes, ya que, más vale que te tilden de mala paga que de ser el pobretón del barrio.