Aunque casi todo el mundo opina que deben mejorarse los servicios públicos, y todos aspiramos condiciones de vida similares a las de otros países más desarrollados, y hay consenso en que se requiere más inversión en salud, en agua potable, transporte público, vías de comunicación, seguridad, entre otras necesidades para mejorar el bienestar colectivo, pocos comprenden que eso tiene un costo que debe distribuirse con equidad.

Tenemos en este momento la oportunidad de hacer algunas reformas estructurales que pudieran mejorar los ingresos y los gastos del Estado, pero esas reformas no pueden partir del supuesto de que solo les tocará dar a los contribuyentes que deben pagar los impuestos, muchos de los cuales sienten que no pueden pagar más, sino que tiene que abordarse desde la perspectiva de que también el Estado debe ser reestructurado, pues es evidente que en las últimas décadas hubo un aumento sustancial de sus instituciones, y del número de funcionarios públicos electos y no electos, así como de sus retribuciones, lo que penosamente no se ha traducido en una mejoría significativa de los servicios públicos ni de la institucionalidad y funcionalidad del Estado.

Tampoco podemos todos atrincherarnos en nuestro statu quo, que a mí no me toquen, pues si bien es cierto que algunos no pueden ser más cargados y que hacerlo pudiera provocar efectos indeseados, la perspectiva debe ser integral, y debemos abarcar no solo los impuestos sino las múltiples tasas que benefician a colegios profesionales que poco o nada han aportado, o a instituciones que deberían cobrar únicamente por el costo del servicio y no enriquecerse por darlo. Tampoco podemos pensar que podemos recibir más y mejores servicios, si todos no pagamos los costes racionales de estos, y así como todos pagamos los servicios de telecomunicación sin chistar, debemos todos pagar el consumo de energía y no seguir aumentando cada vez más el déficit de las distribuidoras, pues por ese enorme hueco no solo se ha ido mucho dinero en clientelismo y corrupción, sino también las posibilidades para muchos de tener mejores oportunidades de vida.

Tenemos suficiente experiencia para rebatir adecuadamente las posiciones absurdas, los populismos, las opiniones interesadas de consultores pagados que defienden clientes con razón o sin ella, y las de pasados funcionarios y políticos que contribuyeron a provocar los problemas que tenemos que resolver, y que hoy asumen la pose de que se debe hacer lo que ellos no fueron capaces de realizar, o de prometer supuestas soluciones a sabiendas de que no resuelven los problemas, porque les interesa impedir que sus rivales logren metas apreciables, que en el beneficio del país.

Es hora de repensar el país, de analizar objetivamente los costos y los beneficios, porque hay medidas que hacen más daño que el posible ingreso, hay situaciones que por más cómodas que sean para muchos, provocan al país un perjuicio superior al beneficio individual, y hay cargas antipáticas pero necesarias, porque el precio de la estabilidad y la paz social es mucho menor que las pérdidas derivadas de posiciones extremas cuyos ejemplos abundan en la región. Las autoridades, las presentes y las anteriores, la clase política en general, tienen que comprender que abusaron atomizando el territorio para crear más posiciones públicas, que descuidaron sus funciones en el mejor de los casos, y en el peor las pervirtieron con la corrupción y el enriquecimiento ilícito, y todos los beneficios que reciben tienen que ser puestos sobre la mesa, desde el financiamiento público a los partidos hasta las asignaciones a congresistas (“barrilitos”), y que debe haber garantías de que no se echarán más fondos en saco roto, porque habrá responsabilidad fiscal y consecuencias. Hacer reformas estructurales requiere sacrificio y compromiso de todos, de voluntad para asumir el costo político, la única forma de lograrlas es practicar un dando y dando, en el que cada uno ceda y aporte lo que le corresponda, y que todos asumamos con responsabilidad lo que entrañan, principalmente las autoridades.

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