La reforma constitucional que se apresta a conocer la Asamblea Revisora recoge, en cuanto al procurador general de la República, un ingrediente que viene de la antipolítica: se buscan hombres y mujeres asépticos, sin compromisos con los partidos políticos, canales institucionales vitales de la democracia representativa.
La tensión entre política y justicia no es nueva. El derecho penal, donde opera un procurador general de la República, es una manifestación de una política pública: la política criminal. Como destaca Alberto Binder, poder, violencia y conflicto son las tres realidades sociales, pre-jurídicas, que están en la base de toda la actividad punitiva estatal. Al tratarse del ejercicio de poder, resulta irrefutable que se trata de una cuestión política.
Señala además que no se trata de cualquier poder, sino del más intenso que un Estado está autorizado a ejercer sobre una persona en una democracia (privarlo de su libertad).
Es comprensible que se tomen resguardos para evitar que la actividad del Ministerio Público se articule al compás de la agenda política y de las luchas electorales. Por ello en nuestro país se ha establecido, con rango constitucional, una carrera que organiza un cuerpo de funcionarios capacitados y estables, sujetos a evaluación de desempeño, que constituyen la casi totalidad de ese órgano constitucional. En efecto, en el régimen vigente, sólo el procurador (o procuradora) general de la República y la mitad de sus adjuntos (siete personas más), pueden escapar a esa regla, esto es, no provenir de la carrera del ministerio público. Esta solución permite que el procurador general de la República sea un canal de articulación entre la agenda del Poder Ejecutivo, cuyas funciones son indelegables, y la del Ministerio Público. Se da una suerte de “cohabitación”, pues tenemos un Ministerio Público reconocido como un órgano constitucional autónomo, pero con fuerte raigambre ejecutiva.
Uno de los pecados capitales de la configuración del ministerio público ha sido el problema de su organización refleja respecto de los jueces. Así, frente al juez de paz, tenemos un fiscalizador; ante el juez de la Instrucción o de Primera Instancia, un procurador fiscal; ante la Corte de Apelación, un procurador de corte o regional, y ante la Suprema Corte de Justicia y las demás altas cortes, un procurador general adjunto. Lo que se necesita para los jueces no necesariamente vale para los fiscales. La separación de funciones podría demandar una distancia más acentuada entre jueces y Poder Ejecutivo. La propuesta de reforma constitucional incluye como requisito para ser procurador “no haber ocupado cargo directivo en algún partido político, no haber sido candidato a algún cargo de elección popular ni haber realizado proselitismo político notorio y constante durante los últimos cinco años anteriores a su designación”.
Por la necesidad cotidiana de colaboración y concurso de otras instancias del Ejecutivo, al Ministerio Público le conviene un punto medio. Es decir, “ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”.