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Por: Alfredo López Ariza
La sociedad macondiana, descrita por Gabriel García Márquez en su magnum opus “Cien años de soledad”, presenta la ciudad ficticia de Macondo, una comunidad donde lo mágico y lo real se entrelazan, atrapada en ciclos de prosperidad y decadencia, y profundamente inmersa en tradiciones y mitos. Esta visión literaria ofrece una perspectiva interesante para entender realidades similares en contextos contemporáneos, como en la República Dominicana, donde la rica herencia cultural y las creencias populares coexisten con los desafíos políticos y sociales del mundo moderno.
Nuestro Macondo enfrenta grandes retos, especialmente en su sistema de partidos y clase política. En el país, cada día actores políticos y sociales claman por “adecentar la política”, pero pocos se atreven a señalar los graves problemas que enfrenta nuestra democracia. A menudo por miedo a ser segregados socialmente, perder sus empleos, o incluso enfrentar el lawfare, una práctica nociva derivada de la politización de los aparatos judiciales, recaudadores o policiales, que debe ser erradicada.
Uno de los flagelos que enfrentamos es el transfuguismo. A pesar de estar tipificado en la ley electoral, revela una brecha significativa que permite a candidatos que han perdido una primaria interna postularse nuevamente para ese cargo en un partido diferente. Esta laguna legal no solo contraviene el espíritu de la ley, sino que exacerba los problemas de clientelismo y prácticas corruptas. Esto fomenta un entorno en el que las lealtades políticas se vuelven transaccionales y el compromiso con principios y plataformas políticas queda subordinado a estrategias de supervivencia personal y búsqueda de poder.
Según el consultor político Antonio Sola, vivimos en una era post-ideológica, o lo que él denomina la “muerte de la ideología”, donde los seguidores políticos se inclinan más por líderes influyentes que por ideologías tradicionales. Este cambio se intensifica en la República Dominicana tras la desaparición de líderes emblemáticos como Juan Bosch, José Francisco Peña Gómez y Joaquín Balaguer, quienes transformaron la afinidad popular en una ferviente militancia en torno a sus figuras y visiones ideológicas.
Esta transformación ha generado un escenario donde la ideología cede ante el pragmatismo y las alianzas oportunistas. En este mundo post-ideológico, es evidente cómo figuras de espectros políticos diversos pactan, tanto pública como secretamente, con fines mercantiles. El Dr. Guido Gómez Mazara, en su obra “Transición Electoral 1966-1996”, se refiere a esta dinámica como el poder transformador de la nómina pública. Gómez Mazara describe cómo las figuras políticas dominicanas, al moverse entre partidos, transforman críticas en alabanzas y enemistades en colaboraciones inesperadas. Esta actitud contribuye a una política corsaria, en la que los intereses particulares priman sobre el bienestar colectivo, erosionando la confianza en las instituciones y profundizando la percepción de que las decisiones políticas se toman en función de cálculos económicos en lugar de beneficiar a la ciudadanía.
Otra de las problemáticas que gira en torno al relevo generacional en los partidos políticos dominicanos es la preeminencia del caudillismo. En muchos casos, los viejos caudillos, a pesar de su avanzada edad, se niegan a ceder sus aspiraciones a cargos electivos, como si aún ofrecieran algo valioso al electorado. En otros casos, consideran que los cargos de dirección en un partido deben ser vitalicios. Frecuentemente, se crean posiciones en las agrupaciones para familiares de “líderes” y dirigentes, revelando un estilo monárquico en la política dominicana, con evidentes líneas sucesorias sanguíneas. En este contexto, para un dominicano sin conexiones en la partidocracia actual, resulta difícil integrarse en organizaciones políticas que, aunque se presentan como participativas y democráticas, en realidad abrazan prácticas medievales.
Pese a las deficiencias en el panorama político, aún hay lugar para la esperanza. Los dominicanos somos un pueblo con una profunda fe cristiana, de la cual brota la ilusión necesaria para trabajar por un futuro mejor. Hemos superado dictaduras, resistido desastres naturales y enfrentado numerosos desafíos. Los dominicanos estamos llamados a reflexionar y a rechazar la noción de que nuestra sociedad es incapaz de mirarse a sí misma. Es crucial que, desde los espacios de opinión y acción colectiva, comencemos a decir las cosas como son y a trabajar en soluciones que nos permitan rescatar y transformar nuestro propio Macondo en un país de oportunidades para todos, donde podamos seguir construyendo una democracia sólida y tangible.