AMontesquieu se le reconoce proclamar la necesidad de que los poderes públicos estén separados para que cada uno cumpla con el fin de su creación, extienda sus alas y, a la vez, se erija en el guardián del otro. Solo así pudiera aspirarse a una sociedad verdaderamente libre con relaciones armónicas y que aspire ser democrática, por encima de lo que expresen hipotéticamente las normas jurídicas y la frialdad de los principios. Cuando esas líneas de división se desdibujan creando zonas grises en las que no se distingue dónde comienza y terminan las atribuciones propias y ajenas, es que se cometen los desafueros y se impone la hegemonía de uno sobre el otro que será frecuentemente el que tenga mayor disponibilidad económica y amplitud presupuestal.
Parte de madurar como nación es comprender que es una prioridad respetar los espacios autónomos de esa tercera porción estatal que no debería ser invadida por las demás, si no, por el contrario, ser el complemento, a la vez que el freno a los excesos que pudiera cometer el otro que lo acompaña. La pretensión de equilibrio de ese trípode en que se apoya nuestro país dependerá sustancialmente de que exista un Poder Ejecutivo robusto que respete las decisiones del Poder Judicial, pero que también haga sentir su fuerza para alcanzar los planes de desarrollo que quiera implementar, en la organización del gasto público y en las estrategias para alcanzar el bien común sabiendo que tiene los límites que le ponen las leyes aprobadas por el Poder Legislativo.
La omnipotencia de un gobernante la evita un congreso vigilante y una justicia verdaderamente independiente. Hemos visto experiencias internacionales recientes donde iniciativas irracionales de presidentes de turno han sido frustradas con valientes sentencias judiciales, pero eso solo es posible con el respeto a la institucionalidad que trasciende la personalidad de los que ocupen los puestos. La ineficacia de las leyes la detiene un tribunal dispuesto a dictar su invalidez de manera certera para finalizar su vigencia o, de forma preventiva, un Poder Ejecutivo que no promulgue lo que terminaría perjudicando a la sociedad y sus intereses más sanos.
Una justicia que se inclinase servil a los que dominan el tinglado político es tan culpable como el que ha violado la ley. Los que aprueban las leyes deben tener el debido control para no creerse infalibles, los jueces y gobernantes conocer que hay un régimen de consecuencias y estar advertidos todos de que, más allá del período de elección, hay una sanción moral que es imprescriptible porque la penitencia quedará en la historia para todas las generaciones, aun después de que ya no estén.