Una vez catapultadas las ideas iluministas, a través de la Revolución Francesa, entró en vigencia el clásico principio tripartito de las funciones públicas interdependientes, noción arraigada en el pensamiento aristotélico, pero que fue retomada en la obra cumbre de Charles Louis Montesquieu, intitulada “El espíritu de las leyes”, de cuyas páginas pudo habérsele atribuido al legislador histórico la sacrosanta sabiduría, la cual se le ha seguido atribuyendo aun en nuestros días, cuando existe obviedad plena que tanto en los parlamentos anclados en la monarquía constitucional como en los Congresos camerales de la democracia republicana suelen elegirse por voto popular diputados y senadores, dotados de precaria ilustración académica.
A fuerza de tanta repetición, la sabiduría legislativa como ficción prohijada en la centuria decimonónica, aun en las sociedades posmodernas, prosigue concitando validez discursiva en el imaginario colectivo y hasta en los integrantes de la comunidad jurídica, por cuanto en los estrados de los tribunales de justicia hay juristas que argumentan sobre la sacrosanta sapiencia del legislador, en aras de dotar de mayor asidero lógico determinada tesis defensiva o alegato acusatorio, cuya invocación cualquier letrado jurídico la puede adscribir, ora en rol abogadil, ya en función fiscal e incluso en ministerio judicial.
Debido a que los integrantes de la judicatura fueron sindicados en el conservadurismo de rancia estirpe, a todo juez se le miraba con ojeriza, por cuya causa, durante el apogeo del legalismo, la ley vino a ser la máxima expresión de la voluntad general, fuente por excelencia del derecho, acto de pura inteligencia, pero también, tras retrotraerse en Santo Tomás de Aquino, se le veía como el mandato de la razón dirigido hacia el bien común. Luego, frente a cualquier oscuridad y eventual insuficiencia normativa, entonces era menester valerse de la interpretación auténtica para así acudir ante el propio legislador mediante solicitud consultiva.
En efecto, a través de la archiconocida obra de Montesquieu, el juez vendría a ser boca muda de la ley, por cuanto su función iba a consistir en aplicar en forma autómata el texto legislativo, máxime a la luz de la codificación napoleónica, cuyo cuerpo normativo pretendía erigirse en fórmulas axiomáticas, tal si se trataren de ecuaciones geométricas, impregnadas de puro racionalismo matemático para la subsunción silogística, dotadas a su vez de tanta claridad, inteligibilidad, completitud y congruencia, en aras de hacer innecesaria cualquier interpretación.
Durante la centuria decimonónica y gran parte del siglo recién pasado, el trabajo congresal o parlamentario que era realizado bajo el amparo de la sabiduría legislativa, arte propio de la ilustración o ciencia de la juridificación, tal como fue preconizado por Charles Louis Montesquieu y Gaetano Filangieri, pese a ello nada impidió el diálogo entre los detentadores de la función pública y los juristas. Incluso, cabe traer a colación que en la redacción de los códigos napoleónicos intervinieron connotados jurisperitos, cuyo conocimiento sobre derecho romano, consuetudinario, canónico y civil quedó plasmado en dichos instrumentos normativos.
Desde mediados de la centuria recién periclitada, la ley, como acto implicatorio de política pública e intervención estatal, con materialidad dotada de volatilidad, pero usable para subsumir problemas sociales complejos, hizo mutación de lo declarativo hacia lo constitutivo, según expertos en formulación de proyectos legislativos, entre los cuales cabe citar a Claro José Fernández Carnicero, Fernando Sainz Moreno y Alan Bronfman, en tanto que este instrumento pro solución viene siendo desplazado como otrora principal fuente del derecho, y tras de sí cedió el paso a los precedentes judiciales, máxime en aquella sociedad jurídicamente organizada, donde haya un tribunal constitucional actuante como legislador negativo.
Así, la sabiduría transformada en prudencia vuelve a campear por las sedes de los jueces, reivindicando la unidad inescindible existente entre política y derecho, por cuanto comparten métodos de trabajo, ya que las acciones legislativa y gubernamental procuran resolver mediante ponderación adecuada los intereses colectivos en conflicto, mientras que la justicia, a través del mismo procedimiento, busca solucionar casuísticamente diferendos intersubjetivos, dotados de eficacia jurídica para las partes contrapuestas.
Ello sabido, urge decir finalmente que el Estado social, democrático y de derecho suele caracterizarse por regular mediante leyes. Así, la proliferación, hiperinflación o densidad legislativa va en escalada, cuyo contenido constitutivo tiende a requerir que la acción política quede sujeta a la controlabilidad judicial, bajo el sistema de contrapeso entre poderes públicos.