La fortuna o el azar conspiraron para que, antes de cumplir 26 años, recibiera la propuesta de Minou Tavares Mirabal para trabajar como asesor de la Comisión de Verificación y Auditoría de la Asamblea Nacional Revisora de la Constitución que sería proclamada el 26 de enero de 2010. Compartí esa extraordinaria responsabilidad con Cristóbal Rodríguez Gómez, coordinador del programa de maestría en derecho constitucional que entonces cursaba, y Marcos Cruz García, quien era asesor regular de la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados.

Al finalizar los trabajos de la Asamblea Revisora de la Constitución, escribí en este medio, el 6 de noviembre de 2009, un artículo de opinión que intitulé “La Constitución posible”, en el que daba cuenta de las naturales contradicciones ideológicas y de intereses que permearon la reforma constitucional. Es más, en unas anotaciones posteriores que usaba como apoyo para la impartición de charlas sobre la nueva Constitución, remarcaba que ésta “no podía ser perfecta y, en cuanto obra humana, tiene defectos y carencias que, en su día, podrán y deberán ser reformados con la participación de una ciudadanía más potente y con mayores niveles de receptividad e influencia en la deliberación constitucional”.

Hoy sigo convencido de que la Constitución de 2010 constituyó un cambio significativo para el fortalecimiento institucional del país, pero dejó ciertas inconsistencias que requieren la intervención del poder reformador. Ello no implica ignorar que existen promesas constitucionales que permanecen “inactuadas”, como advertía Piero Calamdrei en relación con la Constitución italiana de 1947, pues no se han adoptado las medidas adecuadas para hacerlas efectivas a cabalidad. Basta solo con señalar una, en la que ha insistido con especial énfasis el presidente del Tribunal Constitucional, Milton Ray Guevara, esto es, la enseñanza de la Constitución en las instituciones de educación públicas y privadas que ordena implementar el numeral 13 del artículo 63 de la Constitución dominicana.

Hay que seguir impulsando las acciones necesarias para cumplir con las promesas de la Constitución, para evitar que se erosione su credibilidad como norma suprema, y mitigar los riesgos de que permanezca inactuada y degenere en un simple pedazo de papel. La Constitución es sólo un punto de partida en la transformación de las relaciones sociopolíticas. Ella vale en cuanto a su capacidad de erigirse, simultáneamente, en una fuerza dirigente para progreso nacional y un medio de contención del ejercicio del poder. Se requiere, pues, implementar con eficacia lo que ésta propone, para convertirla en un derecho vivo y, en consecuencia, enraizarla en la cultura de la sociedad.

En otra ocasión he advertido los riesgos de erigir la reforma constitucional en un mito, al que pueda apelarse cada vez que exista una dificultad para impulsar las promesas de la Constitución. Sin embargo, sí existen razones o motivos legítimos que pueden ser considerados para que los diversos sectores de la Nación ponderen la necesidad de revisar el texto vigente, y corrijan ciertas inconsistencias e institucionalicen determinadas prácticas que no deberían depender de la mera voluntad de quienes ejercen el poder político.

Uno de los ámbitos en que se requiere una revisión apreciable es en el Sistema de Justicia, ya que, a pesar de los avances innegables, hay aspectos de lo aprobado en 2010 que hoy se hacen notar como inadecuados para el fortalecimiento de la institucionalidad del país, y, por lo tanto, debemos procurar los cambios de lugar, para hacerlos más cónsonos con la promesa de autonomía e independencia que la Constitución propone para órganos constitucionales como el Poder Judicial y el Ministerio Público.

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