Los avances de la tecnología y la ciencia han permitido al hombre llegar a la Luna y explorar lugares aún más recónditos del Universo. Nos encontramos muy lejos, sin embargo, de poder encarar exitosamente problemas tan dramáticos y urgentes como el de satisfacer necesidades elementales de la población. Una gran parte de la humanidad no ha podido siquiera remediar el problema del hambre. Pero más que a una escasez de recursos y medios para resolverlos, se ha debido al mal empleo de esos recursos. Mientras se mantuvieron estáticos los índices de inversión en programas educativos y de desarrollo, el Tercer Mundo incrementó pavorosamente los gastos militares.
Las inversiones en compra de armas en los últimos años de las naciones en desarrollo de África y Asia sumaron más de 50,000 mil millones de dólares. Los árabes, con las mayores reservas monetarias debido a su potencial petrolero, figuraron en los primeros puestos. No obstante continúan entre las zonas más potencialmente expuestas al hambre y a la desnutrición. Millones de niños carecen allí de escuelas apropiadas, hospitales y alimentos, mientras modernos aviones Migs despegan y se exhiben en aeropuertos orgullosamente -cuando no son derribados en conflictos estériles y absurdos-, como el floreciente nacionalismo revolucionario árabe. El mundo islámico tiene en su conjunto uno de los índices demográficos más bajos del mundo. Si se aplicara un estricto sentido de la justicia social, una distribución realmente equitativa de la propiedad agrícola, no habrían allí problemas reales. Sin embargo, existe en la zona un bajo rendimiento agrícola, como consecuencia del descuido y la reducida inversión en programas de desarrollo agropecuario.
Otro ejemplo patético es la India. Con tasas altamente crónicas de muertes por inanición y desnutrición infantil y cientos de millones de personas viviendo en condiciones infrahumanas, ese país ha desarrollado una política de rearme fabulosa. No obstante el impacto del alza del petróleo en su economía, el gobierno indio comprometió sumas extraordinarias en convertir la nación en una potencia nuclear.
En América Latina, la situación es particularmente grave, si bien no tan dramática y desesperada. Una considerable parte de su población, superior a los 200 millones de personas, carece de empleo adecuado y no dispone de viviendas y servicios sanitarios.
Más de la mitad de los niños latinoamericanos están impedidos de asistir a la escuela y sus padres no poseen medios para dotarlos de libros y vestidos. Las favelas en las grandes ciudades de Brasil, los inmensos cinturones de miseria en las ciudades de Perú, Chile, Argentina, Venezuela y Colombia; los barrios marginados de Santo Domingo y Caracas, las horribles aldeas indígenas de México, Centro y Suramérica; la espantosa miseria haitiana, están ahí como la más terrible tragedia humana del presente siglo.
A pesar de este cuadro de estrechez, los gobiernos latinoamericanos, con raras excepciones, siguen dedicando grandes recursos al esfuerzo bélico. Argentina no tardó en emprender una política de rearme, para sustituir los barcos y aviones perdidos durante el conflicto con Gran Bretaña por las Malvinas.
La región presenta, no obstante estos gastos, niveles elevados de mortalidad, desnutrición y desempleo. La mayor parte de sus problemas prioritarios relativos al desarrollo siguen pendiente de solución. Su población reside mayormente en zonas -cuando no se hacinan en unas cuantas ciudades superpobladas- sin el beneficio de los servicios públicos elementales, ni el privilegio de la educación, apartados de las esferas de decisiones, privados del acceso a fuentes seguras y estables de trabajo y mercados y expuestos a epidemias y otros problemas de insalubridad.
Las libertades individuales, la celebración de elecciones libres cada cuatro o cinco años y el pluralismo político, son algunas de las ventajas del sistema democrático. Pero tales conquistas, logradas con sacrificios al cabo de muchos años, penderán siempre de un hilo si resultara imposible alcanzar un desarrollo y una justicia social que pongan al alcance de las mayorías nacionales lo que por ahora ha sido el privilegio de segmentos minoritarios.
Con todos sus avances en materia de derechos humanos y desarrollo político, las sociedades latinoamericanas no son los mejores ejemplos de conglomerados felices o justos. Los desequilibrios sociales tienden a profundizarse, en la medida en que el desempleo se acentúa y el Estado se desvincula de muchas de sus obligaciones esenciales y prioritarias y en cambio incursiona en terrenos para los cuales no está preparado o carece de vocación, limitando el papel del sector privado y cortando así la iniciativa individual creadora.
Este proceso de erosión de instituciones se encuentra muy avanzado. La pobreza, presente en sus grados más extremos en amplias capas de población nacional, tanto en los núcleos urbanos como en las zonas rurales, es de grave y perenne amenaza al orden social. Al menos que las naciones sean capaces de reducir esos márgenes e incorporar esa enorme cantidad de gente al proceso de producción, dotándolas de capacidad de consumo, el futuro de la democracia se tornará incierto.
El peligro principal no radica en la posibilidad del surgimiento de una mano férrea que cercene de un zarpazo lo construido sobre los cimientos de un Estado de derecho. Ese no es el caso. A pesar de sus múltiples debilidades y defectos, la democracia dominicana por ejemplo, es lo suficientemente fuerte como para evitar, que bajo situaciones normales, surja esa posibilidad. El peligro real radica en el sufrimiento de grandes núcleos poblacionales; en la existencia de un estado de desesperación económico crónico y fatal que arrastre a esas multitudes en brazos de un totalitarismo que ahogaría su libertad, con el señuelo de revivirle esperanzas de mejoría social.
El error de los dirigentes -políticos, patronales y profesionales- es no haberse percatado ya de la conveniencia de emprender sin pérdida de tiempo campañas feroces contra la pobreza, a fin de detener sus amplias secuelas sociales. Por lamentable que parezca, la sociedad dominicana no puede reclamar el mérito de haber acometido con decisión esa tarea.
Esta es una lucha sin descanso y se está aún lejos de haberla comenzado. El comunismo es una amenaza seria y lo será siempre, a pesar de los cambios más recientes en la Europa del Este y la propia Unión Soviética. Pero el comunismo sólo progresaría sobre la base de un descontento general que tendría su explicación en una pobreza desesperante. La más efectiva forma combatirlo es sentando las bases de un desarrollo participativo; el camino más seguro y expedito hacia una justicia social verdaderamente conceptual en favor de la población ajena hasta el momento a dicho proceso ¿Quién piensa en la posibilidad de una revuelta comunista en Estados Unidos, Canadá o Japón?
Para encontrar el camino correcto, habría que admitir, por encima de todo, que nunca ha existido un esfuerzo, verdadero y sostenido para erradicar ese mal de la pobreza. Muy ignorante habría que ser de los cambios históricos, o muy indiferente, para no aceptarlo así.