La libertad y el desarrollo están en crisis. Nos encontramos, pues, en el umbral de una época nueva.
Los esfuerzos encaminados a mejorar las expectativas del grueso de las poblaciones de las naciones del Tercer Mundo tropiezan con infinidad de obstáculos, muchos de ellos insalvables. Iluso sería ignorar su impacto en los esfuerzos para salvaguardar los valores y principios en que se sustenta la democracia. Los problemas derivados de la insuficiencia de recursos para acometer en muchos de nuestros países las tareas del desarrollo y el crecimiento económico, fomentan un enorme escepticismo popular. Las esperanzas se marchitan y las expectativas que han sustanciado el ejercicio democrático en una extensa parte del mundo languidecen. Es evidente que en la medida en que se acentúa la crisis económica y disminuyen las posibilidades de nuestros países de ensanchar el porvenir social y económico de la gente, decrecen la confianza y el interés de millones de seres humanos en la defensa de los valores básicos y fundamentales de nuestro sistema de vida político.
Tenemos ante nosotros un enorme e inaplazable desafío de mejorar la calidad de vida de nuestros pueblos. Libertad, democracia y desarrollo deben traducirse indefectiblemente en términos concretos para esas grandes capas de población marginadas y sin esperanzas que habitan nuestras ciudades, aldeas y campos, si se quiere preservar el ideal de vida democrático que encierran esas palabras. Esta es la lucha inevitable.
Hay demasiada pobreza, insalubridad, incomunicación, marginalidad, analfabetismo, hacinamiento y desesperanza a lo largo de todo el vasto Tercer Mundo. Es cierto que hemos avanzado, que nos hemos situado en posición de poder analizar los logros del presente con la situación del pasado, sin temor a sonrojarnos de los resultados de nuestros esfuerzos. Pero injusto sería aceptar que esos avances, por significativos que parezcan, son suficientes para acallar los gritos de reformas y mejoras que brotan de las gargantas y los estómagos de millones de personas, de todos los confines de Latinoamérica, desprovistos de los derechos elementales de alimento, vivienda, educación, transporte y trabajo.
La tragedia verdadera del Tercer Mundo no radica tanto en la magnitud de sus problemas, como en la ausencia de pragmatismo de sus dirigentes para afrontarlos. Estos problemas son demasiado evidentes y grandes como para que no hayan podido ser identificados. Tampoco consiste la crisis en la falta de recursos para enfrentarlos, si bien es preciso reconocer que ellos son insuficientes. Todo el mundo sabe de las prioridades. La esencia no reside en este punto. La debilidad fundamental radica en nuestra inveterada inclinación a ceder a los encantos de la retórica, que tantas veces relega lo básico del debate y posterga indefinidamente la acción, tan necesaria e insustituible. Es cierto que la onerosa carga de la deuda externa reduce el campo de acción social, económica y programática de los esfuerzos nacionales para ganarle terreno a la pobreza y la indigencia. Pero más allá de la denuncia y los lamentos ¿qué hemos logrado al cabo de centenares de foros, millones de textos apilados en inútiles estudios de poca aplicación práctica, para encontrar una solución rápida a este enorme flagelo moderno?
Todo cuanto hemos logrado es convencernos de la escasa utilidad de las iniciativas emprendidas. En el umbral de la época que aflora, llena de posibilidades, debe procederse con resolución y firmeza, guiados esencialmente por un sentido pragmático de las oportunidades. Resistir a los atractivos de las ilusiones, como a las negativas influencias del pesimismo a que tantas veces conduce nuestra percepción de las realidades nacionales, nos puede llevar por un mejor camino.
La deuda externa, sin duda, seguirá gravitando en forma demoledora sobre nuestro crecimiento, abriendo fisuras peligrosas en la construcción de estructuras democráticas y libres cada vez más confiables. No cabe duda de que en la medida en que nos empobrecemos, y los términos del endeudamiento empobrecen aceleradamente más al Tercer Mundo, disminuyen las esperanzas de la gente y con ello sus posibilidades de alcanzar un nivel de existencia decente, acorde con los principios de la democracia.
Pero no podemos quedarnos quietos, sin hacer nada efectivo, sólo porque las obligaciones de una deuda contraída irresponsablemente poden nuestro campo de acción. Cruzamos de brazos equivaldría a renunciar a nuestra primera responsabilidad, que es la de luchar, batallar incansablemente, aún contra las peores adversidades, para impactar favorablemente el nivel de vida de las mayorías.
Dada la trascendencia que ella tiene en el desenvolvimiento cotidiano del Tercer Mundo, el problema de la deuda debe ser encarado con un sentido más práctico, que hasta ahora. Debe abordarse la cuestión con sentido de equidad y de justicia. No son muchas las opciones. El país habrá de honrar sus compromisos internacionales, no obstante, la irresponsabilidad y ligereza con que fueron concertados. Pero también debe hacerlo sin desmedro de sus posibilidades de crecimiento y desarrollo. Hacerlo de otro modo equivaldría a eliminar las escasas posibilidades con que cuenta para enfrentar el desafío del desarrollo. No se puede, en efecto, condenar a millones de seres humanos a los rigores del estancamiento y la pobreza permanente, sólo para satisfacer urgencias de los prestamistas. Nuestro deber puede ser pagar, pero en condiciones que no signifiquen un estrangulamiento, reconociendo que en la medida en que se erogan fondos para saldar deudas viejas, se necesitan recursos frescos para mantener vivo el aparato productivo de nuestros países.
El pragmatismo debe medirse en términos de resultados concretos e inmediatos. Es innegable que el endeudamiento externo, que en la mayoría de los países de la Región sobrepasó sus capacidades de pago, no se proyectó en función de necesidades reales presentes o futuras. Tampoco sirvió para acometer tareas dirigidas a aliviar los sufrimientos de las muchedumbres atormentadas por la falta de todo y en cambio sí contribuyó a expandir muchas fortunas que finalmente reciclaron en fugas de capitales que fueron a engrosar cuentas de magnates y políticos corruptos.
Sin embargo, la carga de la deuda ha venido a depositarse sobre el grueso de las poblaciones que hoy son castigadas furiosamente por la inflación, sin encontrarse fórmulas que repartan la responsabilidad del pago de la misma de manera más equitativa, como sería forzar, por ejemplo, a la banca internacional a asumir su cuota de responsabilidad al haberse concretado los riesgos de operaciones mal diseñadas y pésimamente ejecutadas. Todo esto gravita sobre la existencia de un clima de libertad y atenta contra las perspectivas del desarrollo.
El hombre nace libre y, por ende, tiene el poder de decidir y actuar de manera razonable y responsable. Pero la realización plena de la libertad requiere o presupone la existencia de una justicia social, que no es posible en una medida individual, entre los hombres, si no se produce igualmente en las relaciones entre los estados.
La justicia social entre los hombres, en estos tiempos de creciente interdependencia, depende en buena medida de la existencia de una justicia social en las relaciones internacionales, sin que ello sea una justificación, de modo alguno, de la arbitrariedad y la dictadura.
Los términos de la deuda externa, las desiguales condiciones del comercio mundial, la escasa solidaridad internacional, los fracasos del Diálogo Norte-Sur y la postergación de un Diálogo nuevo Sur-Sur, que contribuya a mejorar los lazos comerciales entre los países del Tercer Mundo, agravados por el alza del precio del petróleo, nos alejan, sin lugar a dudas, de un estadio ideal de justicia internacional.
Hay por todo ello un elemento de consternación en las páginas de este libro. Todo a lo que aspiro con su publicación es a suplir la falta de un grito de advertencia que tanto necesita esta sociedad para sobrevivir a sus propias debilidades y vicios, a los grados extremos de especulación característicos de sus relaciones económicas, a su enorme indiferencia social y a los exorbitantes niveles de pobreza material en que vive sumida una mayoría creciente de su población.
Deliberadamente he rehuido a las estadísticas, porque su manipulación las hacen inconfiables. No se precisan de ellas además para subrayar la podredumbre, las condiciones de miseria y escasez infamantes en que subsisten grandes capas de población dominicanas y de todo el Continente hispanoamericano. ¿Qué relevancia de todas formas tiene el que la inflación sea de tanto o cuanto, si definitivamente significa igual dolor o sufrimiento?
No he tratado de elaborar una tesis. La idea de este libro surgió como fruto del convencimiento personal de la necesidad de dejar oír una voz lo suficientemente fuerte como para despertar algunas conciencias aletargadas. Si pudiera despertar solo una lograría el propósito de este esfuerzo.
Este libro ha sido divido en dos partes. Ambas intentan ser tanto una crítica como una radiografía de los problemas, seculares o no, de sociedades como la nuestra y de los males del estatismo.
Las ideas generales contenidas en estas páginas habían sido previamente expuestas en muchos artículos. Pero de modo alguno este libro se reduce a una simple recopilación de artículos. En esencia y forma he querido plantear una defensa franca del sistema democrático y de libre empresa convencido de que sólo en la medida en que éste sea capaz de promover cierto grado de justicia social, mediante un mejoramiento de las condiciones generales de vida de la población, podrá sobrevivir a los grandes cataclismos sociales que ya comienzan a estremecer amplias zonas del mundo en desarrollo.
Miguel Guerrero
Agosto, 1990
Advertencia al lector
Cambios dramáticos se han operado en el mundo desde la publicación original de esta obra en 1990. Con el muro de Berlín cayeron las barreras ideológicas que dividían a la humanidad y la desaparición del comunismo en Europa ahuyentó el fantasma de un holocausto nuclear que gravitó sobre el planeta durante el prolongado y crítico periodo de la “Guerra Fría”.
No está claro, sin embargo, que el mundo de hoy ofrezca mayores oportunidades de justicia social que las que existían en el pasado. Desde la caída del comunismo en Europa los niveles de pobreza de las naciones en desarrollo se han acrecentado y los términos en que se plantea la globalización de la economía mundial no parecen ofrecer posibilidades de mejoría para cientos de millones de seres humanos que se debaten en medio de una espantosa escasez y pobreza a lo extenso de todo nuestro continente y el resto del planeta. Las ideas expuestas en esta obra tienen, pues, tanta vigencia como en el 1990. El autor no consideró necesario introducir modificaciones de fondo al texto original. Los pocos cambios realizados son estrictamente de forma con la única finalidad de actualizar algunas situaciones y facilitar su comprensión por el lector.
Al publicarla de nuevo, el autor aspira llamar la atención sobre el más agudo y sobrecogedor problema que nos agobia, con el propósito de contribuir a crear conciencia clara respecto a la necesidad de emprender esfuerzos serios para reducir los escandalosos e inhumanos niveles de pobreza material que caracterizan la sociedad de estos días. Lo hace convencido de que los resultados de ese esfuerzo serán vitales para la paz social y la estabilidad democrática.
No hay opciones. Emprendemos sin pérdida de tiempo esta lucha inevitable o inevitable será el descalabro social que se volcará sobre nosotros.
(El autor, 1996)