“En esta casa Trujillo es el jefe”.

Texto de una placa de bronce que las familias dominicanas

estaban obligadas a comprar y exhibir permanentemente

en las salas de sus hogares.

“… los problemas fundamentales de Venezuela no consistían sólo en el

ejercicio despótico del poder por (Juan Vicente) Gómez.  Retos socio-

económicos  subyacentes debían ser afrontados y solucionados después

de que saliera el tirano del escenario”.

Rómulo Betancourt

Memorias

           Las relaciones diplomáticas entre Venezuela y la República Dominicana se hallaban suspendidas a mediados de junio cuando el grupo de Morales Luengo terminó sus arreglos con Trujillo para asesinar a Betancourt.  Este rompimiento había sellado, un año antes, un largo rosario de quejas mutuas ante la Organización de los Estados Americanos (OEA).  Las acusaciones entre ambas partes estaban convirtiendo el Caribe en la zona potencialmente más explosiva de todo el hemisferio.

           Venezuela no estaba sola en sus denuncias contra el régimen trujillista.  Colombia y otras naciones latinoamericanas habían también retirado sus embajadores o disminuido la categoría de sus representaciones diplomáticas en la capital dominicana a consecuencia de acciones de ese gobierno lesivas a su soberanía.  Era una larga historia de agresiones cuyos orígenes se remontaban a un pasado muy lejano, reavivada en 1959 a raíz de las expediciones armadas con que el exilio dominicano desafió sin éxito al moderno Ejército de Trujillo por tres puntos distintos –Constanza, Maimón y Estero Hondo- desde el aire y el mar.

           Dotado de mayor capacidad de fuego y de tropas, Trujillo sofocó la insurrección en pocas semanas y luego acusó a su archi-enemigo Betancourt y a Fidel Castro, ambos recién llegados entonces al poder, de haber propiciado ese movimiento subversivo.

           Las acusaciones de Trujillo, invocando el respeto del principio a la autodeterminación y la soberanía de las naciones, desembocaron en una conferencia ministerial de la OEA en Santiago de Chile, que, en cierta medida, constituyó un triunfo para la diplomacia trujillista, puesta a cargo de la sociedad dominicana, servilmente a su servicio.

           En esa conferencia, la táctica de concentrar los debates alrededor de una confrontación verbal con Cuba, que a veces alcanzaba las fronteras de lo personal, le dio resultados al dictador antillano.  No se podía perder de vista el hecho de que a despecho de las repulsiones que el régimen despótico de Trujillo provocaba, la amenaza comunista representada ahora por Castro constituía para muchos gobiernos un peligro mayor.

           La experiencia insurreccional de junio de 1959 reforzó la determinación de Trujillo de acabar con Betancourt.  La tarea fue emprendida de inmediato, convulsionando el escenario caribeño.  Cuando el segundo de los vuelos del “Cabrito” despegó de la base de San Isidro el 18 de junio de 1960, con armas y cargas explosivas con las que se intentaría dar muerte al Presidente Betancourt, los cargos del gobierno venezolano contra Trujillo formaban ya voluminosos expedientes en la OEA.

           Estas acusaciones revelaban una extraordinaria capacidad de los servicios de inteligencia de la dictadura dominicana, para desplazarse en el ámbito regional.  La primera de las más serias denuncias de Venezuela se originó el 25 de noviembre de 1959, cuando el representante de ese país ante el Consejo de la organización comunicó por escrito a la Comisión Interamericana de Paz la ocurrencia, seis días antes, de un acto lesivo a la seguridad nacional del país.  Durante la noche del 19 de mismo mes, un avión Curtis Comander, de matrícula norteamericana, perteneciente a la compañía Coastal Air Incorporated, con sede en Miami, Florida, sobrevoló la isla de Curazao para lanzar volantes incitando a una rebelión contra el régimen de Caracas.  En las hojas sueltas lanzadas desde el aire se reproducía un llamamiento de ex general venezolano Jesús María Castro León dirigido al ejército.

           De acuerdo con el alegato, el avión había partido originalmente de Miami con escalas en Nassau y Ciudad Trujillo, con la intención de dejar caer los volantes sobre territorio venezolano.  Este objetivo resultó frustrado debido a que el Commander habíase visto precisado a descender en Aruba.  Invocando el espíritu de una resolución de la Quinta Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, el Gobierno de Venezuela solicitó una investigación de estos hechos por parte de la Comisión Interamericana de Paz.

           Dando curso a la petición, el organismo puso inmediatamente en conocimiento del Gobierno dominicano los términos de la petición venezolana, urgiendo la entrega de informaciones disponibles sobre dichos sucesos.  Trujillo no hizo caso a la solicitud absteniéndose de presentar alegatos a su favor.  En cambio, los Estados Unidos y los Países Bajos, en representación de Curazao y Aruba, pusieron en manos de la Comisión documentos que incluían declaraciones de algunos de los implicados en la trama.

           La investigación concluyó aceptando que “los arreglos necesarios para realizar el vuelo de Ciudad Trujillo a Aruba –proyectado con el fin de lanzar hojas sueltas sobre una ciudad venezolana- y para embarcar esos volantes en Ciudad Trujillo, no pudieron hacerse llevado a cabo sin la connivencia de las autoridades dominicanas”. La sentencia final constituía en esta oportunidad un duro revés para el régimen trujillista, cuyo aislamiento del resto de la comunidad hemisférica se iba haciendo cada vez más ostensible.

           Ni el ex general Castro León ni su patrocinador dominicano se dieron por vencidos con esta primera derrota.  El 20 de abril siguiente, se produjo un levantamiento militar en San Cristóbal, Estado de Táchira.  Dos días después la rebelión fue sofocada por las autoridades.  Entre los detenidos figuraron Castro León, acusado de encabezar la insurrección y su ayudante Juan de Dios Moncada Vidal, antiguo oficial venezolano.  Ambos habían penetrado en Venezuela desde territorio colombiano y el gobierno de Caracas sostuvo inmediatamente ante el Consejo de la OEA y la Comisión interamericana de Paz la complicidad del gobierno dominicano, a quien acusaba nuevamente de suministrar ayuda a los cabecillas.

           Este nuevo incidente en la convulsa región del Caribe, desencadenaría una serie de hechos que vendrían a agravar la delicada posición en que se encontraba el régimen dominicano ante el organismo regional.  Memorándums entregados por Estados Unidos y Colombia, el 31 de mayo, presentaban contra Trujillo las evidencias siguientes:

1.- Con fecha 5 de diciembre de 1959, el Gobierno de la República Dominicana expidió pasaportes diplomáticos a Luis M. Chafardet Urbina y al ex general Castro León.  El primero de estos dos hombres había sido embajador de Venezuela en la República Dominicana y se le consideraba un intransigente adversario de Betancourt.

2.- Con fecha 12 de marzo de 1960, el Gobierno dominicano expidió también pasaportes diplomáticos a otras tres personas identificadas en dichos documentos como Jesús M. Castro, Juan M. Vidal y Oscar T. Suárez, sin especificar la nacionalidad de los beneficiarios.

3.- El mes siguiente, el 13 de abril, la Cancillería dominicana “solicitó urgentemente” a la Embajada de Colombia, en Ciudad Trujillo visas diplomáticas para esos tres pasaportes.  En contestación a las informaciones requeridas por la misión colombiana, la Cancillería respondió que “los titulares de los pasaportes se dirigían a Colombia para realizar cursos de agricultura”. La embajada expidió los visados.

4.- El 20 del mismo mes de abril, la Cancillería pidió, de nuevo con carácter de urgencia, el visado diplomático para el pasaporte expedido a favor de Urbina Chardonet, a lo cual accedió la misión.  (Tratábase de Chafardet Urbina).

5.- Castro León y Moncada Vidal, acusados del levantamiento militar de San Cristóbal, no utilizaron los pasaportes diplomáticos de referencia, cuando ingresaron a territorio colombiano, el 17 de abril, con rumbo a Venezuela.

           Aleccionado por el revés sufrido ante la primera denuncia venezolana, el Gobierno dominicano presentó esta vez ante la Comisión Interamericana de Paz sendos memorándums, los días 16 y 31 de mayo, defendiéndose de la nueva acusación, explicando en ellos que los pasaportes diplomáticos expedidos a Jesús M. Castro, Juan M. Vidal, Oscar T. Suárez y Luis M. Chafardet Urbina, si bien fueron extendidos por la Cancillería, que solicitó asimismo los visados a la Embajada de Colombia, estos documentos “no fueron utilizados”.  Uno de ellos era, como se puede notar, Castro León y el otro Moncada Vidal.

           La cuestión residía, sin embargo, en que los conspiradores habían llegado a Colombia desde donde penetraron a Venezuela para encabezar un levantamiento militar.  Nuevamente Betancourt ponía en evidencia a Trujillo.

           Si bien la rivalidad entre estos dos señores venía desde muchos años atrás, en términos absolutamente políticos y diplomáticos pudo ser zanjada.  Consciente de que su ascenso al poder, tras las elecciones del 7 de diciembre de 1958, acrecentaría su enemistad con el hombre fuerte de la República Dominicana, agregando una dificultad más a su gestión futura, antes de asumir la Presidencia, Betancourt le tendió un ramo de olivo que Trujillo despreció.

           Para sorpresa incluso de algunos colaboradores muy cercanos, Betancourt extendió a Trujillo una invitación para los actos de asunción al mando.  Según Crassweller “esto planteó una seria cuestión, y Trujillo la discutió extensamente en una reunión con los asesores del Gabinete”. La opinión mayoritaria de sus colaboradores se inclinaba “a favor de una pacífica avenencia” con el futuro régimen venezolano, pero según el historiador, Trujillo “se manifestó en términos violentos contra la aceptación de la invitación”.

           En el fondo, como apreciaría años después su entonces Vicepresidente Joaquín Balaguer, este pleito de Trujillo resultaba “tan innecesario” como por igual lo había sido el genocidio de haitianos de 1937.  Su explicación es que el “Jefe” se dejó cegar por la pasión de su larga y lamentable disputa con el estadista venezolano.  Balaguer recuerda que la invitación cursada a Trujillo, a través de la Cancillería dominicana, “estaba concebida en términos cuidadosamente cordiales”.  En la reunión del Gabinete convocada por Trujillo para escuchar opiniones sobre el caso, éste no esperó la reacción de sus ministros, comentándola “en términos vulgares”.

           Según Balaguer, Trujillo dijo con “un tono de socarronería en la voz”, que había sido invitado a “participar en las fiestas con que Venezuela se dispone a solemnizar la exaltación de un ave rara al solio de Bolívar”.  El dictador terminó su observación con “una carcajada estruendosa”.

           No obstante, el Consejo en pleno se pronunció favorable a aceptar “aquel gesto de cortesía” del próximo Presidente de Venezuela.  Finalmente, Trujillo aceptó con desagrado la opinión de su Gabinete, disponiendo que en lugar de una Misión Especial, que bien pudo se encabezada por él mismo, la representación dominicana a las ceremonias de instalación de Betancourt como Presidente recayera en el embajador acreditado en Caracas.

           Balaguer coincide con Crassweller en el sentido de que Trujillo se dejó conducir en esa oportunidad crucial por sus bajos sentimientos hacia el político venezolano.  “Un hombre menos pasional que Trujillo, diría luego Balaguer en La palabra encadenada, una de sus obras más importantes, habría estrechado la mano que le alargó cortésmente Betancourt.  Eso era lo que su propio interés le aconsejaba.  Pudo haber logrado en ese momento un pacto tácito de no beligerancia entre los dos gobiernos”.

           La actitud amistosa del líder venezolano frente a Trujillo en las semanas previas a su juramentación, obedecía, tal vez, como aprecia Balaguer, a su deseo de neutralizarlo “y mantener una política de no intervención en sus relaciones con la República Dominicana”.  En el resto de sus días no volvería a presentársele a ambos ninguna nueva oportunidad de dirimir sus diferencias en un plano pacífico.

           Aunque el dictador no podía perdonarle su intromisión en las expediciones de junio de 1959, la verdad era que Betancourt no fue el responsable directo de esa acción armada.  Por el contrario, había hecho esfuerzos, en un plano diplomático directo, para evitar la expedición por considerarla sin posibilidades de éxito.

           Estos esfuerzos consistieron en el envío a La Habana de uno de sus hombres de confianza, Carlos Andrés Pérez, para convencer a Castro de la inutilidad de la acción.

           Si bien Betancourt y los demás líderes de Acción Democrática combatían a Trujillo y estaban dispuestos a hacerlo hasta el final, en el caso específico de esa gesta de junio de 1959 no hubo respaldo económico ni entrega de armas a los expedicionarios dominicanos, por lo menos formalmente.  Betancourt estaba convencido de que esta clase de desafío tendría escasas posibilidades de triunfo: equivalía a enviar a la muerte segura a decenas de jóvenes valerosos. Pérez relató al autor la historia secreta de esos esfuerzos.

           Inmediatamente después de su visita a Caraca, en enero ya de regreso en La Habana, Castro envió al comandante Enrique Jiménez Moya a la capital venezolana. Dominicano contrario a Trujillo, Jiménez Moya había luchado en la Sierra Maestra con Fidel y gozaba del aprecio del Presidente y otros líderes venezolanos que le habían conocido en Cuba.  Jiménez realizó una primera entrevista con Pérez y el ministro del Interior, Luis Augusto Dubuc, antes de ser recibido por Betancourt, juramentado apenas unas cuantas semanas antes, el 13 de febrero.

           Las informaciones obtenidas de su entrevista con Jiménez Moya dejaron a Betancourt seriamente preocupado por la suerte de quienes se encontraban en territorio cubano involucrados en tareas de entrenamiento para la expedición. Entonces decidió enviar a Pérez a La Habana en un intento por convencer a Castro de la inutilidad de un ataque armado contra Trujillo.  La elección de Pérez se debía a que entre él y Castro existía una amistad forjada en el exilio.  Su idea era que esa expedición, a punto de iniciarse, debía cancelarse porque constituiría, a la postre, una frustración más para el exilio y el pueblo dominicanos, ya que el “jefe” lograría dominarla con facilidad.

           Pérez tenía el encargo de recordarle a Fidel que él mismo, Castro, carecía de medios efectivos para darle un apoyo militar a la expedición en caso de necesitarla y que Betancourt “no se podía comprometer a respaldarla”.  Sus argumentos se basaban en una justa apreciación de la situación imperante entonces en Venezuela.

           Pérez le recordó a Castro que Rómulo apena llegado al poder, enfrentaba una situación delicada que le obligaba a concentrar todos sus esfuerzos a consolidar su prestigio, su nombre de Presidente ante las Fuerzas Armadas venezolanas.

           El mensaje insistía en que Castro no debía pasar por alto que Venezuela recién había superado una dictadura militar, orientada durante años a “desprestigiar” a Betancourt y sus hombres ante el estamento militar de su país.  “De manera que yo tenía que decirle a Fidel, por encargo de Rómulo, que no contara con que Venezuela pudiera darle algún respaldo, ni en armas ni en nada, y que pedirle sacar armas del Ejército en esa situación que confrontábamos podía ser peligrosa, porque los militares podían sospechar que eran armas para utilizarse en Venezuela contra ellos mismos”, recordaría Pérez treinta y cinco años después.

           La entrevista entre el enviado venezolano y el líder cubano se efectuó en el recién bautizado Hotel Habana Libre.  Después de la cena en el comedor de los camareros, se trasladaron a una habitación donde conversaron ampliamente sobre el caso dominicano hasta entrada la madrugada.  Aun cuando la posición del gobierno venezolano era de no prestar ninguna ayuda a la expedición, por lo menos oficialmente, Pérez le aseguró a Castro que si decidía seguir adelante con sus planes y autorizar la partida de los exiliados dominicanos y en represalia por dicha acción Trujillo atacaba La Habana, el gobierno de Betancourt “actuaría en defensa de Cuba”.  La reacción de Castro no alentó en el enviado muchas esperanzas.  Fidel le respondió que aunque reconocía las razones de Rómulo, él ya no podía echarse atrás.  Además, se sentía amenazado por Trujillo.

           Castro se sinceró con Pérez exponiéndole un panorama penoso de la situación en que había encontrado el gobierno.  Cuba, le dijo, estaba inerme.  Nadie podía imaginar el estado de debilidad y escasez en que la había dejado el dictador Fulgencio Batista, acogido por Trujillo.  Allí, en la isla, no había propiamente un ejército, como tampoco armas, y estando rodeada de mar por todas partes, de los buques pertenecientes a la Marina de Guerra, apenas una corbeta estaba en condiciones de navegar.

           De manera que el triunfador de la Sierra Maestra temía por las amenazas de Trujillo; sospechaba que en cualquier momento éste pudiera atacar la isla y esa posibilidad le angustiaba terriblemente.  Por esas razones, no movería un dedo para detener la expedición, ya que, además, “era una decisión tomada por los dominicanos”, frente a lo cual se encontraba atado de manos.

           Pérez regresó inmediatamente a Caracas para informar a Betancourt que la expedición tendría lugar a pesar de constituir un “sacrificio”.

De todos modos, los expedicionarios antitrujillistas, de los que formaban parte revolucionarios de varios países incluyendo Estados Unidos, terminaron obteniendo ayuda venezolana equivalente a 200 mil dólares, con los cuales se adquirió el avión que aterrizó en el aeropuerto de Constanza la tarde del 14 de junio de 1959.  Esta suma, sin embargo, fue el resultado de aportes obtenidos en fuentes “extraoficiales”, que no comprometían la participación del Gobierno de Caracas.

         En ocasión de su bulliciosa visita a Caracas, en enero de 1959, Castro aceptó reunirse con un grupo de dirigentes del exilio dominicano residentes en Venezuela.  La entrevista tuvo lugar en la residencia del embajador de Cuba, en el barrio Altamira, al día siguiente de la frustratoria reunión de hora y media que había tenido con el Presidente electo Rómulo Betancourt, de la que se hablará más adelante.  Los discursos del líder revolucionario y su poco considerado despliegue de exhibición habían causado una mala impresión en aquellos grupos del exilio opuestos a soluciones de corte marxista en la República Dominicana postrujillista.

         Algunos de ellos proyectaban trasladarse a Cuba para incorporarse al campo de entrenamiento.  Este era el caso, por ejemplo, de Poncio Pou Saleta, dedicado en ese momento a la tarea de reclutar voluntarios, dominicanos y de otras nacionalidades, para integrar la fuerza que habría de combatir militarmente a Trujillo.  Castro puso una sola y única condición al grupo, integrado, entre otros, por Pou Saleta, Rinaldi Santiago, Juan Isidro Jiménez Grullón y Cirito Grullón.  La condición era que debían aceptar a Jiménez Moya como comandante en jefe de la expedición.

         Los dominicanos, que conocían a su compatriota, no pusieron objeciones.  Castro les dijo que estaba dispuesto a ayudarlos en todo pudiendo disponer para ello de tres millones de dólares que le habían sobrado de la Sierra, por lo que no tendría necesidad de recurrir a nadie para hacerlo.

         Castro tuvo una última recomendación para los ansiosos dirigentes del exilio dominicano.  Les dijo que no debían confiar en Betancourt.

-¡No se fíen de ese maricón!

La fuente de la cada vez más acentuada e intransigente rivalidad entre el dictador dominicano y el líder de Acción Democrática residía, básicamente, en la comprensión que cada uno de ellos tenía del ejercicio del poder y sus limitaciones.  El historiador doctor Ramón J. Velázquez, en aquella época Secretario General de la Presidencia de Venezuela, en entrevista con el autor, situó los orígenes de esa pugna en la actitud asumida por Betancourt frente a los regímenes dictatoriales de todo el  hemisferio desde los días de la Junta Revolucionaria de Gobierno, cuando rompe unilateralmente con Francisco Franco, Anastasio Somoza y el propio Trujillo.

Los exiliados venezolanos ligados entonces a la derrocada dictadura de Gómez y a sus continuadores, los generales López Contreras y Medina Angarita, tratan de obtener el respaldo de Trujillo para derrocar a Betancourt.  El Generalísimo estimula esas iniciativas.  Velázquez refiere la anécdota contada a él por el doctor Rangel Lamus, colaborador de López Contreras, desterrado en 1946 en Miami.  El general le conmina a visitar a Trujillo en busca de ayuda.  En la capital dominicana es recibido con muchas atenciones y el “Jefe” lo lleva a ver una finca modelo, consciente de su interés, como ex ministro de Agricultura, por estos asuntos.  Pero elude darle una respuesta inmediata con respecto a la solicitud de apoyo.

De pronto, cuando se despedían, Trujillo le espeta:

-No los ayudo, doctor, porque ya examiné los balances de las cuentas del general López Contreras y del general Medina Angarita, y no tienen nada; apenas tienen de qué vivir.  Dígales que no los ayudo porque sin dinero no se pueden hacer revoluciones; con limosnas no se tumban gobiernos.

No obstante, los esfuerzos de Trujillo contra Betancourt no sufrieron descansos.  En 1948, cuando Pérez Jiménez desconoce al Presidente Rómulo Gallegos, el dictador estaba detrás de otra conspiración de oficiales de menor rango, encabezada por el mayor Tomás Mendoza, jefe de la guarnición de La Guaira, comprometido con oficiales del cuartel Urdaneta, en Caracas.  Cuando Mendoza se alzó en armas el 22 de noviembre, ese mismo día, la República Dominicana le reconoció como “gobierno legítimo”.  Esta acción de Trujillo precipitó, al día siguiente, el levantamiento del coronel Pérez Jiménez.

         Este obsesivo empecinamiento estaba también alentado por la creencia, muy acertada, de que la mente responsable de la Legión del Caribe, detrás de la cual estaban también José Figueres, de Costa Rica y Luis Muñoz Marín, de Puerto Rico, era nada más y nada menos que la de Betancourt.  Esta legión, que de hecho nunca existiría, pretendía crear un ejército de voluntarios para luchar contra las dictaduras de la región, cuyo mayor exponente entonces era, sin duda, Trujillo.  En la práctica, la Legión del Caribe no llegaría nunca a constituir una amenaza real para el  “Jefe”, aunque éste nunca perdonaría al líder venezolano la iniciativa.  Ya para entonces estaban dadas las condiciones del duelo permanente que enfrentó a ambos hombres.

         La verdad era que Betancourt no necesitaba agravios personales para oponerse a su rival y hacer de la caída de esa dictadura, ya más larga que la de Gómez, un objetivo de su política. Le bastaba con que su naturaleza fuera opresiva y nada más.  Betancourt conocía bien de los crímenes atribuidos a Trujillo, uno de los cuales, en especial, había reforzado su determinación de luchar en su contra.  Se trataba del secuestro en plena ciudad de Nueva York, y posterior asesinato, del profesor vasco Jesús de Galindez, autor de una tesis de doctorado crítica de la tiranía trujillista.

         Rómulo y sus más cercanos colaboradores eran amigos de Galindez y su desaparición les impresionaría muy fuertemente.  Sobre todo por la capacidad de la dictadura dominicana para extender tan lejos su mano destructora y llevar a cabo aquel “crimen sin fronteras”.  Carlos Andrés Pérez, a la sazón secretario privado de Betancourt, explica las motivaciones que entonces guiaban la oposición al déspota dominicano.  “Nosotros entendíamos”, dijo al autor en una entrevista, “que la lucha por la democracia en Venezuela era la lucha por la democracia en América Latina; mientras hubiese dictaduras en cualquier país latinoamericano peligraban las pocas democracias que pudieran haber, de manera que la lucha debía ser global”.

         De ahí surgió por primera vez la idea de una Legión del Caribe, más leyenda que otra cosa.  “Desde luego”, continúa Pérez, “que nosotros sí dábamos nuestro apoyo moral a todos los movimientos que pretendieron liberar algún país de la dictadura.  Nosotros actuamos, por ejemplo, cuando se produjo una invasión a Nicaragua para liquidar a Somoza y lo hicimos también en respaldo a los dominicanos. Rómulo y Juan Bosch eran íntimos amigos.  Ambos vivían en La Habana y luego estuvieron juntos en Venezuela.  Esa amistad era muestra del respaldo  de Betancourt a los enemigos del trujillismo, porque Trujillo, para nosotros, era igual a un Juan Vicente Gómez, igual a Somoza, igual a cuantos dictadores hubieren en América Latina y nuestra lucha era contra todos, porque era global”.

         Así lo entendía, por supuesto, el propio Trujillo, de suerte que desde un primer momento se propuso evitar que la Presidencia de Betancourt se erigiera como una permanente amenaza contra su presencia hegemónica en el Caribe, e incluso contra su existencia misma.

         No se tenían evidencias de que los esfuerzos anti trujillistas del líder venezolano se tradujeran, alguna vez, en acciones conspirativas concretas.  En cambio, no fue éste el caso inverso.

         Una de las tramas más fabulosas ideadas por el dictador contra el régimen de Betancourt, para ejecutarse entre finales de 1959 y los primeros meses de 1960, nunca fue llevada a cabo.  Consistía en una acción comando militar dirigida a sabotear los campos petrolíferos del Lago Maracaibo, golpeando así al gobierno en su punto más vulnerable.

         Para ello había creado un cuerpo élite en la Marina de Guerra, cuya existencia se mantenía dentro del más estricto secreto.  Se trataba de la Escuela de Comandos de Hombres Ranas, formado en su mayor parte por ex oficiales italianos y alemanes.  Eran hombres avezados y rudos, algunos de los cuales habían servido como oficiales de las fuerzas especiales SS del dictador alemán Adolfo Hitler, durante la Segunda Guerra Mundial.  En sus comienzos este cuerpo súper especializado estaba formado solamente por tres escuadras, treinta y seis hombres en total.

         Los hombres del comando estaban ya listos para operar a comienzos de 1960 y sólo uno de ellos, entonces, era dominicano, el capitán Manuel Ramón Montes Arache. Lo integraban mercenarios verdaderamente probados en los campos de batalla más duros de la guerra: doctor Zuncini, Ilio Capozi, Enzo Lovato, Victorio Tadesco, Mario Creca, Benito Padianki, Ilio Bolpi y otros, todos veteranos acostumbrados a desafiar el peligro y preparados para sobrevivir en las más difíciles de las pruebas.  Trujillo nombró al más experto del grupo, el doctor Zuncini, como jefe del cuerpo.

         De acuerdo con lo planeado, este comando élite sería trasladado en un pequeño barco mercante hasta un punto próximo a Puerto Cabello, desde donde los hombres ranas, en pequeños submarinos biplazas, de los que la Marina de Guerra dominicana poseía tres unidades, alcanzarían las costas para llevar a cabo la destrucción de los pozos.  Una vez realizada su tarea, regresarían por los mismos medios a la embarcación que los traería de retorno a la República Dominicana.  Los planes estaban listos y Trujillo dio el visto bueno a la operación.  Pero el coronel Abbes García tuvo una mejor idea.  ¿Para qué arriesgarse a destruir pozos de petróleo si existían medios para eliminar directamente a Betancourt?  Trujillo cambió entonces de parecer.  Es cuando entran en escena los hombres de los secretos vuelos del “Cabrito”.

Aunque la operación para destruir las instalaciones petrolíferas del Lago de Maracaibo fue desestimada, la Escuela de Comandos de Hombres Ranas continuó operando y muy pronto fue ampliada.

Este cuerpo súper especializado cobraría notoriedad durante la revolución de 1965 en Santo Domingo, al ponerse al lado de las tropas encabezadas por el Coronel Francisco Caamaño Deñó, que enfrentó la intervención militar de los Estados Unidos y auspiciaba el retorno de Juan Bosch, derrocado en septiembre de 1963, a la Presidencia de la República.  El ya entonces Coronel Montes Arache sería designado Ministro de Guerra del gobierno revolucionario de Caamaño, que sólo tenía jurisdicción sobre la zona colonial y otros barrios residenciales de clase media de la capital dominicana.

En una entrevista con el autor, el 5 de septiembre de 1994, Montes Arache, ya fuera de servicio activo, me dijo que creía que el cuerpo de hombres ranas estaba en condiciones de haber llevado a cabo la destrucción de los pozos venezolanos con éxito.

Nicolás Silfa, un activo dirigente del exilio dominicano, asegura en su obra Guerra, traición y exilio, que el propósito de la operación de los hombres ranas era asesinar a Betancourt y que también ésta era una idea del coronel Abbes García.  El plan consistía en colocar una mina en el buque de la Marina venezolana utilizado por Betancourt para sus travesías por la cuenca del caudaloso río Orinoco.  La operación habría sido cancelada, según Silfa, después que la explosión de una carga de dinamita, durante una prueba bajo el casco de un viejo buque, hirió gravemente a Montes Arache, quien tuvo que ser llevado a un hospital en España.

         El recrudecimiento de su rivalidad con Trujillo se produjo en un momento difícil para el Presidente de Venezuela.  El “Espíritu del 23 de enero”, tantas veces invocado para resaltar la necesidad de la unión en la búsqueda de objetivos comunes tras la caída violenta de la dictadura de Pérez Jiménez, había sido ahuyentado.  Ya era prácticamente imposible volver a la unidad de criterios y fundamentos frente a la conducción política.

         Desaparecida la dictadura, el “espíritu” que ayudó a destruirla el 23 de enero de 1958, no tendría más cabida en el escenario político venezolano.

         Con la instalación de la democracia, cada partido, cada organización, cada grupo de presión, tomaba su propio rumbo; el sendero que le dictaban sus intereses, cualquiera fueran su origen y naturaleza.  Los intereses sectoriales eran, en su fondo y esencia, intereses de poder, y éstos, dividen por completo.

         El concepto de la cohesión expresada en el “espíritu del 23 de enero”, era el de la unidad imprescindible para la defensa del régimen.  Pero ante las señales de agrietamiento, por las divisiones que habían socavado la fortaleza interna de Acción Democrática, como lo evidenciaba, entre otras cosas, el surgimiento del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y la aparición de guerrillas de extrema izquierda, no le quedaba a Betancourt la posibilidad de invocar a su favor ese recurso.

         El “espíritu del 23 de enero” se alejaba del entorno de Miraflores en momentos en que Trujillo se preparaba para asestar su manotazo más fuerte.  Sin embargo este golpe de la adversidad, surtiría la magia de revivirlo y traerlo nuevamente a su alrededor.

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