“Bien sabido es que yo mismo soy hijo de inmigrante, hijo de un hombre de extraordinario carácter y límpidas virtudes, quien llegó con su madre en la cubierta de un barco velero español al puerto de La Guaira, en las postrimerías del siglo pasado.  Paupérrimos venían de las Islas Canarias; y de mis padres –él inmigrante, ella criolla por los cuatro costados- aprendí desde mi infancia a sentir y a querer a Venezuela; y a consustanciarme con ella”.

Rómulo Betancourt. Fragmento de discurso, julio de 1963. Acto de juramentación de nuevos venezolanos

La muerte de Trujillo, acaecida once meses después del atentado del paseo de Los Próceres, encontró al Presidente Betancourt sumido en graves conflictos internos.  El incremento de la actividad guerrillera, alentada por una pujante extrema izquierda cada vez más comprometida con el modelo castrista, y las tentativas del golpe de estado auspiciadas por oficiales incrustadas en las estructuras más reaccionarias del estamento militar, constituyeron pruebas muy difíciles para la democracia venezolana.

Tras la relativa paz política que siguió, durante el resto del 1960, a la imposición de sanciones por la OEA contra el Gobierno dictatorial dominicano, todo el 1961 fue un período en que Betancourt se vio enfrentado a situaciones muy delicadas en el plano doméstico.

Fue también el año de las decisiones trascendentales.  El 23 de enero, en el tercer aniversario del derrocamiento de Pérez Jiménez, tuvo lugar uno de los acontecimientos más importantes desde el punto de vista político y social de todo el quinquenio constitucional.  En el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, el Presidente firmó la ley, aprobada en ese mismo acto por el Congreso, declarando el latifundio contrario al “interés social”.  La medida consagraba igualmente el derecho social campesino a la tierra y a su cultivo y proclamaba la obligación del Estado de fomentar la cultura y promover la integración latinoamericana.

La ley rompía privilegios ancestrales y establecía, por primera vez en Venezuela, los fundamentos de una verdadera revolución agraria.  Combatida por terratenientes y la extrema izquierda, que veía en esa ley una iniciativa gubernamental dirigida a restarle apoyo rural a los guerrilleros, la disposición vendría a constituir en los años siguientes un elemento de estabilidad social de incalculable valor para la nación.  En la práctica, tanto como en el ejército, esta ley resultó un eficiente instrumento de lucha contra la insurrección, al ofrecerle al campesino venezolano una alternativa de redención a la lucha armada.

Mientras los dominicanos, ya libres de Trujillo, combatían en las calles y en los organismos y foros internacionales, para librarse de los remanentes de la dictadura y sentar los cimientos de la democracia.  Betancourt conducía a su pueblo para preservar la suya, instalada apenas tres años antes, y evitar un retroceso o una vuelta a la ignominia perezjimenista.  En diciembre, el Presidente venezolano recibió un gran respaldo internacional con la visita del Presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, a Caracas.  El viaje del mandatario norteamericano derivó en acuerdos de trascendencia económica, al firmarse entre los dos países un tratado sin precedentes relacionado con el intercambio bilateral de petróleo y tecnología.  Kennedy hizo un reconocimiento público a Betancourt por sus esfuerzos a favor de la democracia continental.

Después de una visita en Washington a la sede de la OEA donde fue recibido por una sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la entidad, su regreso a Caracas coincidió con un recrudecimiento de la subversión.  En marzo, se produjo el levantamiento militar de Carúpano, que evidenció la creciente intranquilidad que prevalecía en un amplio sector castrense, inadaptado todavía a la vida democrática.

El pronunciamiento militar, encabezado por oficiales de la Marina de Guerra con el respaldo de elementos de izquierda, permitió a Betancourt re afianzar su posición en las Fuerzas Armadas. Muy pronto los sublevados fueron obligados a rendirse por fuerzas leales al Gobierno constitucional y una vez más Betancourt salió airoso de una crisis; que no sería la última.  Antes de partir a Uruguay, para asistir al Primer Congreso del Partido Socialista y Popular, debió encarar otro levantamiento, esta vez de la importante guarnición de Puerto Cabello, que al igual que la anterior fue sofocada luego de cruentos enfrentamientos.

A un costo muy elevado, con el fracaso de esta nueva insurrección, el líder de Acción Democrática cerraba así el capítulo de las asonadas.  Con ello, abría un período de comprensión y cooperación mutua que le garantizara respaldo militar absoluto por todo el resto de su mandato.  La incipiente democracia venezolana entraba de este modo a una etapa de consolidación como no se había conocido antes.

Asegurado el flanco militar, en parte por la amenaza que a sus estructuras significaba el peligro de las guerrillas, Betancourt se dedicó los dos años siguientes a fortalecer el proyecto democrático, tanto a nivel gubernamental como partidario.  En ese sentido, la más trascendente de sus decisiones, anunciada al país el 9 de enero de 1964, fue la de no volverse a postular a la Presidencia, que sostuvo con carácter irrevocable por el resto de sus días.

La entrega del mando a su sucesor, Raúl Leoni, cuya nominación había respaldado, consagró el principio de la alternabilidad y sentó un precedente en la historia democrática del país.  El traspaso del poder a un Jefe de Estado elegido libremente por el pueblo a otro escogido de la misma manera constituyó la demostración más fehaciente de que el país se encaminaba con efectividad y firmeza, pese a todas las vicisitudes, la inestabilidad resultante de la insurrección guerrillera y las huellas recientes de la rebeldía militar, hacia un ejercicio real y sólido de la democracia. Su salida de Miraflores en esas circunstancias era, en los hechos, el último de sus aportes al afianzamiento de la vida institucional venezolana.

De la explosión que destruyera aquel ya lejano 24 de junio de 1960 el automóvil en que se dirigía, por la Avenida de Los Próceres, a la parada militar con motivo del Día del Ejército, sólo quedaban las huellas que el atentado había dejado en sus manos y sus oídos.

Las guerrillas continuaron planteando a Betancourt serios problemas hasta el último de sus días como gobernante.

Basado en la experiencia de las resoluciones de condena al régimen trujillista, su Gobierno reunió pruebas del apoyo resuelto de Fidel Castro a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), sublevadas en las montañas y acusó a Cuba de “agresión” ante la OEA.  En 1964 los Cancilleres de América, tal y como habían acordado contra Trujillo en agosto de 1960 y enero de 1961, aprobaron aplicar al Gobierno revolucionario castrista sanciones diplomáticas y económicas, excluyéndole del sistema interamericano.

Durante todo ese lapso difícil no le abandonó su fe en la capacidad del pueblo venezolano para afrontar con éxito los retos que traía consigo el debate pluralista de la democracia, ni tampoco él abandonó su pipa, con la que aparecía en las fotografías que a diario publicaba la prensa de sus actividades públicas y privadas.  En la imaginación popular, resultaba imposible concebirlo ya sin esa compañera permanente en los labios.  No se desprendió de ella ni en la solemnidad de la ceremonia del traspaso del poder a Leoni, su amigo y colaborador de años.    Mientras entregaba los símbolos del poder presidencial al nuevo Presidente, ciñendo sobre su pecho la banda tricolor de la enseña nacional y el Cordón de la Orden del Libertador, la familia de Leoni contemplaba emocionada la escena desde el palco de honor del recinto del Congreso.  El más pequeño de sus hijos, Raúl Andrés, de ocho años, se volvió hacia su madre Doña Menca, con una mezcla de angustia e ingenuidad en su mirada:

-Mamá, ¿Cuándo el tío Rómulo va a entregarle la pipa a mi papá?

Por aquella época solía llevar siempre con él por lo menos dos pipas, que colocaba sobre una mesa allí donde llegara.  Según sus biógrafos, como cualquier fumador de pipa, Betancourt había arruinado varios trajes “por culpa de esa pequeña brasa que vuela cuando el tabaco que se ha ido quemando afloja en la cazoleta”.

Tan pronto como entrega el poder a su sucesor democráticamente electo por el pueblo y se juramenta como Senador Vitalicio, en su condición de ex Presidente Constitucional, como lo establecía la Constitución, Betancourt decide ausentarse voluntariamente del país.  Su decisión estaba fundamentada en el deseo de romper la nefasta tradición de interferencia del ex mandatario en la gestión de su sucesor, que tan malos precedentes sentara en la historia política de Venezuela.  Objetada por aquellos que creían que el enorme peso de su liderazgo hacía aún necesaria su presencia física en el país, su gesto, en cambio, permitiría a Leoni marcar su propio rumbo, con resultados invaluables para el proceso democrático.

Luego de juramentarse como Senador Vitalicio, el 2 de abril, solicitó permiso formal para ausentarse por tiempo indefinido.  Su discurso en esta oportunidad es un ejemplo vivo de sus profundas convicciones.  No sólo prometía solemnemente abstenerse a su regreso de tomar activa participación en la vida parlamentaria.  Su compromiso iba más lejos.  Le aseguraba al país su inquebrantable decisión de mantenerse “al margen de la diaria y ardorosa polémica política”.

“Estoy consciente”, dijo en esa ocasión, “de que cumpliré mejor y con mayor eficacia mi propósito de actuar como factor de conciliación y de armonía entre los venezolanos y de apoyo a sus libres instituciones democráticas, en la medida en que deje de ser un personaje controversial y proclive a las sospechas de presuntas ambiciones políticas nuevas.  Ninguna de esa carácter tengo, después de haberme correspondido en dos oportunidades y en condiciones disímiles, regir desde Miraflores los destinos del país”. El compromiso fue mantenido inalterable y en 1973, cuando se le presentó la oportunidad de postularse nuevamente, renunció a ser otra vez Presidente de la República y respaldó la candidatura de Carlos Andrés Pérez, como ya había apoyado la del doctor Gonzalo Barrios, ésta sin éxito y antes la del propio Leoni.

Una de sus grandes batallas, que libraría hasta el último de sus días, estuvo dirigida a proteger la democracia venezolana del cáncer de la corrupción.  En este campo de la actividad política no se concedió tregua.  Trece años después de haber dejado la Presidencia, seguía insistiendo respecto del peligro que el deterioro moral de la vida pública podría acarrear a Venezuela.  En un famoso discurso pronunciado en 1977 en Caracas, Betancourt advirtió nuevamente a la nación de las consecuencias de esa enfermedad social.  Sus palabras, pasarían a formar parte de su legado moral a la sociedad política venezolana.

La escala de valores del país ha sufrido una vergonzosa distorsión, dijo el ex Presidente.  “Poseer dinero, mucho o poco, exhibirlo y gastarlo con vulgar echonería, es credencial de alardoso prestigio, símbolo del status preeminente.  Robar al contribuyente, negociando delictuosamente con el Estado y comprando complacencias de funcionarios públicos venales, es tarea a la cual se entregan consorcios de contratistas (mafia, estuve tentado a escribir) con cínico y alegre desenfado”.

Había un dejo de frustración en éste, uno de sus últimos discursos.  Betancourt no se hacía ilusiones en relación con las dimensiones que este terrible mal había alcanzado en el país. En el fondo, su advertencia era otro esfuerzo personal encaminado a llamar la atención sobre el problema, cuando parecía todavía factible la tarea de eliminarlo.  El tono de su mensaje era estremecedor:

“Desde la calle o utilizando agentes incrustados en las rodajas del Estado, obstaculizan o hasta frenan las tareas administrativas en defensa y valorización de la riqueza esencial y permanente del país: su gente, la de carne y hueso.  Utilizan su poderosa maquinaria de comunicación social –prensa, y aún más, insidiosa y peligrosamente radio y televisión- para predicar la religión del gigantismo.  Sólo deben hacerse –le dicen al país para hacerle un devastador lavado de cerebro- las inversiones públicas multimillonarias.  Ellas son las que dejan amplio margen de tela para cortar y no las orientadas al aumento del cupo escolar; a la mejor asistencia de la salud pública; a mayores préstamos oportunos al industrial o agricultor pobres; a la reforma agraria más eficiente; a los servicios públicos expandidos y cumplidores; a casas baratas para gente de bajos ingresos”.

La sociedad entera era la víctima directa del descalabro moral de la actividad pública.  El discurso de Betancourt tenía el efecto de un aparato de rayos equis puesto en el pecho de la nación venezolana.  En tono a la vez paternal y admonitorio, el ex Mandatario dijo: “Nuestro sistema de valores ha sufrido una grave distorsión.  Una histeria colectiva ha incitado a los venezolanos a un consumo insensato y extravagante.  Peor todavía ha sido la propagación de la corrupción y del soborno.  Esa conspiración contra el país de roscas millonarias va infiltrando sus miasmas infecciosos en todos los estratos de la sociedad venezolana.  Ya una versión venezolana de la ‘mordida’ mexicana ha llegado a convertir en pedigüeños o en vendedores de pequeños favores a los otrora insobornables funcionarios de la burocracia subalterna… No debe haber demora en combatir el vicio vergonzoso de la corrupción administrativa hasta que sea completamente erradicada”. No se trataba de una inquietud nueva. Con este ferviente llamamiento al rescate de la moral, Betancourt se abrazaba a uno de los postulados fundamentales de su carrera política.

Su vida comenzaría a extinguirse una fría tarde de septiembre en Nueva York, veintiún años después del intento de asesinato planificado por Trujillo.

En compañía de su segunda esposa, doctora Renée Hartmann, Betancourt se había trasladado a la urbe norteamericana, como solía hacerlo en los últimos años para la misma época.  La tarde del jueves 24, el ex Presidente se hallaba en el estudio del apartamento alquilado de la calle 57, en el lado este de Manhattan, revisando las pruebas de sus memorias.  Al levantarse de su butaca reclinable se tambaleó y cayó contra un mueble, golpeándose la cabeza y el costado.  Quedó inconsciente y tuvo que ser trasladado de emergencia en una ambulancia al “Doctor’s Hospital” del exclusivo Upper East Side.

Las versiones confusas en las horas siguientes a su admisión en el centro hospitalario de la ciudad de Nueva York respecto a si se trataba de un derrame o de una caída se debían a que Betancourt no fue enviado inmediatamente a la unidad paras casos cardíacos de emergencia, sino a una habitación de terapia intensiva en general.

El ex Presidente permaneció incomunicado, mientras al hospital se presentaban dirigentes de los principales partidos políticos de Venezuela, preocupados por el estado de salud del que consideraban, por encima de las luchas partidarias, el fundador de la democracia venezolana.  En la madrugada del sábado 26, el vocero del centro dio a conocer un boletín médico según el cual la condición de ex Mandatario se mantenía “estacionaria dentro de su gravedad”.

Su agonía lenta mantuvo en vilo a toda Venezuela.

Ese mismo sábado, otro parte médico decía que continuaba “bajo observación”, sin señales de haber experimentado cambio.  Al declinar la jornada, su salud empeoró.  Uno de sus médicos, el doctor Flamm, declaró a El Nacional de Caracas, después de una revisión del paciente, que su estado podría describirse “como clínicamente muerto”.  La información preparó al público para lo inevitable.  “En este momento el ex Presidente no está sufriendo, pero tampoco está experimentando sensación alguna”.  El corresponsal Miguel Schapira, enviado especial del diario caraqueño, preguntó al doctor Flamm si podía esperarse una evolución favorable del estado del paciente.  El médico descartó toda esperanza: “No.  Un desenlace negativo puede darse en cuestión de minutos, horas o días”.

Tampoco hubo mejoría el domingo 27.  El parte médico del día advertía que los signos de deterioro continuaban.  Más tarde el doctor Arthur Ancowitz, de su equipo médico, dijo en rueda de prensa que la condición de Betancourt era básicamente la misma: “una condición crítica”.  Ancowitz confirmaba las causas del ingreso del paciente a las 5:15 de la tarde del jueves 24.  Este había sufrido una hemorragia cerebral masiva.  En la caída, el golpe le provocó una herida en una costilla de la parte izquierda, pero los médicos dijeron que en lo referente a esta lesión no se trataba de “un factor importante en el caso”.

En la noche, su corazón seguía latiendo, pero ya no existían esperanzas.  Su estado continuaba siendo de gravedad.  Una persona muy allegada a la familia comentó a la agencia española de noticias EFE: “De que sirve que lata el corazón, si el cerebro ha dejado de funcionar”.

La noche del domingo 27, Betancourt libraría su última batalla contra la muerte.  La agencia española describiría sus últimos momentos citando el pesar de un amigo muy cercano: “De don Rómulo quedan sólo corazón y respiración, pero con la vitalidad que fue siempre su característica, se niega a rendirse”.  La Agencia Francesa de Prensa informaba que los médicos que lo atienden “han reducido a un milagro sus posibilidades de sobrevivir”.

Hernán Maldonado, de la UPI, detallaría los instantes finales en un despacho: “Betancourt, que luchó denodadamente en el campo político, parecía esta noche tener perdida la batalla contra la muerte, lejos de solar patrio en el que durante cincuenta años galvanizó con su mensaje democrático a las multitudes.  Su viejo grito de guerra: “compañeros”, sus innumerables anécdotas, su afición a usar términos que obligaban al uso permanente de los diccionarios, sólo estaban presentes en la mente de quienes lloran su inminente muerte”.

A las 4:22 de la tarde del lunes 28 de septiembre de 1981, a la edad de 73 años, Betancourt exhaló su último aliento.  El deceso ocurrió en una habitación del décimo piso del hospital donde había sido trasladado en horas de la mañana, en un último y desesperado esfuerzo médico por prolongarle la vida.  Minutos antes, el doctor Ancowitz llamaba al Presidente de Venezuela, Luis Herrera Campins, por la línea de comunicación directa con Miraflores instalada a fin de mantener informado al Gobierno de la evolución del paciente, y ponerle al tanto del estado agónico de éste.

La ahora viuda del ex Presidente se dirigió al doctor Gonzalo Barrios conturbada: “Rómulo acaba de morir”.  La noticia se transmitiría en cuestión de minutos, generando expresiones de pesar y dolor de los principales líderes del mundo.  Los restos del que ahora recibía el calificativo de “padre” de la democracia venezolana, fueron velados al día siguiente en la funeraria Frank and Campbell, en la esquina de la calle 81 y Avenida Madison de Manhattan y trasladados el miércoles 30 de septiembre a Caracas en un vuelo de VIASA.

Mucho antes de morir, Betancourt tuvo la oportunidad de visitar la República Dominicana.  La ocasión se produjo en los actos de proclamación de Juan Bosch, su amigo de los años de exilio, a finales de febrero de 1963.  Bosch había sido electo mayoritariamente por el pueblo dominicano en los primeros comicios celebrados en su país tras la caída de la tiranía trujillista y el Presidente venezolano figuraba en la lista de invitados especiales a los actos de juramentación.

En el desfile por la avenida George Washington rodeada de palmeras, frente al Mar Caribe, donde casi dos años antes había sido muerto a balazos Trujillo, Betancourt alzó la tarde del 27 de febrero sus manos aún manchadas por las heridas del atentado del 24 de junio de 1960.  La multitud aplaudió frenéticamente: “Viva el Presidente Betancourt”.

Tan entusiasta manifestación de aprecio constituía un espontáneo desagravio al hombre que había respaldado la lucha del pueblo dominicano contra la más cruel y prolongada dictadura de su historia.

La muerte de ex Presidente venezolano conmocionó al Gobierno y al pueblo dominicano.  El Presidente Antonio Guzmán, del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), aliado de Acción Democrática, declaró tres días de duelo oficial en todo el país, envió un mensaje de condolencia a su colega Herrera Campins y asistió a los funerales en Caracas.  El texto de su comunicación era ejemplo vivo de la consternación que envolvía al país: “El hermano pueblo de Venezuela ha perdido a uno de sus más distinguidos ciudadanos, a un insigne Presidente y al forjador más  conspicuo de la democracia venezolana. El pueblo y el gobierno dominicanos, se unen al pueblo y al gobierno venezolanos, en el dolor por la pérdida irreparable de uno de sus más notables estadistas.  Don Rómulo vivió en nuestro país, y estuvo siempre preocupado por el desarrollo político de la República Dominicana y por eso nuestro pueblo tiene contraída una deuda de gratitud para con él”.

Simultáneamente, en reuniones separadas, las dos cámaras del Congreso de la República aprobaban sendas resoluciones expresando su pesar por el fallecimiento de tan importante líder.  La resolución del Senado calificaba al “ilustre hombre público fallecido” como un “factor de gran importancia en el surgimiento del clima democrático que actualmente vive el pueblo dominicano”.  Por tal razón, los senadores estimaban “un deber expresar su reconocimiento y gratitud, en nombre del pueblo, hacia este hombre cuyo pensamiento y acciones, estuvieron encaminadas a luchar por la libertad y el bienestar de la humanidad”.

La Cámara de Diputados, por su parte, expresaba que la muerte de Betancourt enlutaba a “la comunidad democrática continental y de manera particular al pueblo dominicano”.  Y agregaba: “Como producto del combate anti-dictatorial Don Rómulo Betancourt asumió la Presidencia de Venezuela, instaurando la democracia y ofreciendo entusiasta colaboración a los esfuerzos de los patriotas dominicanos por liberarse de la tiranía de Rafael Leonidas Trujillo”.  Recordaba que como consecuencia de su conducta, el líder venezolano había sido víctima de atentados organizados por los servicios represivos de Trujillo y resolvía designar una comisión para representar a esa Cámara en los funerales “como un justo reconocimiento a su memoria”.

No fueron éstas las únicas muestras de aprecio póstumo a Betancourt de parte de la sociedad dominicana.  Los principales diarios del país lamentaron editorialmente su fallecimiento como una pérdida sensible para la democracia latinoamericana.  El Caribe, que en época de Trujillo le hostigara tanto, ahora bajo la dirección independiente del periodista Germán E. Ornes, le rendía tributo a su memoria.  “Con la muerte de Rómulo Betancourt desaparece una de las más extraordinarias figuras del escenario de la política latinoamericana”, decía El Caribe. “Con su tránsito, la democracia contemporánea pierde a uno de sus más brillantes abanderados”. El editorial hacía mención del frustrado intento de asesinato en Los Próceres: “Los dominicanos tenemos contraída una profunda deuda de gratitud con el ilustre desaparecido por su valiente y desinteresada lucha contra la dictadura de Rafael L. Trujillo, cuya vesania le alcanzó en su propio país, sin respeto a su condición de Jefe de Estado, cuando en 1960 fue víctima de un atentado dinamitero, sufriendo graves quemaduras en las manos”.

Otro diario dominicano, El Nacional, decía que “la historia política de América Latina, en especial la de su amada Patria del Libertador, jamás podrá escribirse sin su nombre”.  Betancourt, agregaba, “no fue un hombre de odios ni de complejos”.  La democracia venezolana se debe, en gran parte, a sus esfuerzos.  El Listín Diario resaltaba el apoyo brindado por el líder fallecido a los exiliados dominicanos durante la Era de Trujillo y concluía que con la muerte, Betancourt “entra en ese período de una mejor definición de su grandeza”.

Treinta y cuatro años han transcurrido desde el atentado dinamitero con el cual Trujillo intentó dar muerte a Betancourt en una avenida de Caracas.  El taxi que conduce a una pareja de turistas venezolanos se desplaza por la zona residencial de Santo Domingo.  La mujer pregunta al taxista dónde están los restos de aquel hombre llamado Trujillo que gobernó más tiempo en la República Dominicana que Juan Vicente Gómez en Venezuela.  La respuesta es que él ignora esa información.  Es el esposo quien ahora pregunta por los bustos y las estatuas de Trujillo.

-Mis padres me dicen que el pueblo las derribó tras la muerte del tirano.

El automóvil se interna por un largo y concurrido paseo de cuatro carriles con una isla central de frondosos árboles.

-¡Qué bonito lugar! ¿Cómo se llama esta avenida?

-¡Ah!- exclamó el taxista.  Esta es la Rómulo Betancourt.

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