“Por la boca muere el peje”.
Inscripción colocada a la entrada de las oficinas del
Servicio de Inteligencia Militar (SIM) en Ciudad Trujillo.
“Oponerse a la tiranía es obedecer a Dios”.
Thomas Jefferson
Las sanciones impuestas en la reunión ministerial de San José fueron un golpe mortal para Trujillo. Aunque los efectos de tales medidas no se dejaron sentir de inmediato, el aislamiento a que se le sometió y las dificultades inherentes a la disminución forzosa del comercio internacional terminaron por quebrar los cimientos de su régimen de mano férrea.
Desde junio de 1959, la oposición interna a la dictadura se había nutrido del holocausto de un centenar y medio de exiliados que con las armas intentaron derrocarla e imponer un gobierno democrático. El sacrificio de esos hombres inspiró a miles de jóvenes dominicanos, muchos de ellos pertenecientes a la clase alta y a la mediana y pequeña burguesía. La mayoría de los padres y tíos de esos jóvenes eran colaboradores cercanos u ocupaban posiciones en las empresas o instituciones del Estado que Trujillo manejaba como si fueran de su propiedad.
En efecto, las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo de junio de 1959, con todo y que constituyeron lamentables fracasos en el orden militar, pues el Ejército del dictador los eliminó en pocas semanas, sirvieron de mística a la resistencia interna.
La jerarquía católica, que hasta entonces había transitado de manos con la dictadura, le dio esta vez la espalda.
En enero de 1960, los servicios de inteligencia del coronel Abbes García lograron detectar el nervio central de un movimiento conspirativo efectuando detenciones que muy pronto extendieron por todo el territorio nacional. Los alcances de esta conspiración surtieron los efectos de un verdadero shock en las estructuras de mando del Gobierno. Incluyendo al líder del movimiento, el abogado Manuel Aurelio Tavárez Justo, la mayoría de los miles de jóvenes apresados en las redadas efectuadas por los agentes de seguridad, provenían de familias muy cercanas al régimen.
Enfrentado a la realidad de que se le escapaba el respaldo interno, la reacción de Trujillo fue violenta. La represión se acrecentó. Sobre los detenidos se ejercieron bárbaras torturas y muchos de ellos fueron asesinados en cárceles a manos de sus torturadores. Quedaron muy pocos hogares respetables o conocidos que no tuvieran un padre, un tío, un hermano o una hermana en la cárcel.
Sin embargo, los efectos de las sanciones establecidas el 21 de agosto fueron relativamente mínimos en los tres meses subsiguientes y no causaron al régimen problemas económicos mayores durante el resto del año. Mientras aún se discutía la resolución condenatoria por la acusación de intento de asesinato del Presidente Betancourt, el Generalísimo libraba una de sus últimas y más grandes batallas políticas para evitar la suspensión de la cuota azucarera dominicana en el mercado norteamericano.
Los ingresos por las ventas del azúcar a los Estados Unidos constituían una de las principales fuentes de riqueza para Trujillo. La importancia del mercado norteamericano estaba en el nivel de sus precios superiores a los del mercado mundial. Pero éste era un mercado de acceso restringido. A fin de proteger a los productores domésticos de la competencia exterior, por lo general disponible a un mejor precio, Washington regulaba la importación sobre la base de un cupo distribuido anualmente entre suplidores extranjeros. El sistema de cuotas no sólo permitía un control interno del mercado, sino que, además, confería un eficiente instrumento de política externa a la Casa Blanca. La capacidad de otorgar una mayor o menor cuota cada año brindaba al Gobierno norteamericano un elemento de influencia política inapreciable en la América Latina.
La República Dominicana era un país azucarero digno de tomarse en cuenta. Su importancia radicaba no en los volúmenes de su producción, sino en el nivel de sus exportaciones. Debido a su estrecho mercado, con tasas de crecimiento anual prácticamente estáticas por años, alrededor del ochenta por ciento o más de su producción, estimada en un millón de toneladas, se embarcaba hacia afuera. Las ventas de este producto constituían más de cincuenta por ciento de los ingresos de divisas del país.
Resultaba fundamental para Trujillo preservar un nivel aceptable de participación en ese mercado preferencial. Pero el “Jefe” se había forjado planes más ambiciosos. No le bastaba con asegurarse el cupo tradicional que le correspondía. Necesitaba ganarse un espacio mayor. La oportunidad alcanzó a verla en julio, cuando los Estados Unidos eliminaron a Cuba del mercado y se encontraron en la necesidad de redistribuir las antiguas asignaciones cubanas entre otros suplidores extranjeros.
Gracias principalmente a su eficiente labor de “lobby”, para lo cual empleaba legisladores y acreditadas firmas de abogados de Washington, Trujillo había logrado aumentos periódicos de su cuota azucarera. De esa manera, sus embarques a Estados Unidos en 1959 llegaron a alcanzar la cifra record de 81,457 toneladas. La creciente tirantez entre Estados Unidos y la Cuba revolucionaria de Fidel Castro brindaba la oportunidad de nuevos incrementos en esa cuota.
Las pretensiones de Trujillo tropezaban, sin embargo, con un ancho muro. Su participación en el intento de asesinato de un Presidente democrático, con el cual los Estados Unidos mantenían excelentes relaciones comerciales y diplomáticas, debilitó su posición incluso en círculos de la derecha norteamericana en donde había encontrado siempre un respaldo entusiasta. Las sanciones aprobadas por la OEA incluían ciertas restricciones del comercio dominicano que si bien sólo incluían las armas y el petróleo podían ser ampliadas en una segunda fase. La obtención de una cuota mayor seria un triunfo resonante que Trujillo podía estrujar sobre la cara de los gobiernos que le condenaron en Costa Rica.
Conforme a la ley que aboliera la cuota cubana, a la República Dominicana le correspondían alrededor de 30,000 toneladas adicionales. La nueva distribución tenía que ser aprobada por el Departamento de Agricultura. Pero tal y como se observaba resultaba evidente que este anuncio oficial iba a estar precedido esta vez por un fuerte cabildeo. Aunque no contaba con simpatías en la Administración, Trujillo tenía aún a su favor a miembros influyentes del Congreso, en los cuales descansaban todas sus esperanzas.
Existía un precedente reciente desfavorable a las aspiraciones del dictador. Durante todo el verano de 1960, en parte debido a los conflictos internacionales en los cuales el Gobierno se había visto involucrado, el Departamento de Agricultura estadounidense no concedió ninguna licencia para compra de azúcar dominicana en base a un cupo suplementario. Esto podía entenderse como un fuerte indicio del cambio operado en la política norteamericana hacia el país. No estaba claro que el dictador lo aceptara de este modo. Rendirse ante esa realidad no estaba en sus planes ni mucho menos se acoplaba a su temperamento.
A la sombra de la áspera disputa suscitada en la OEA durante la mayor parte del año por las acusaciones de “agresión e intervención” presentadas contra Trujillo por Betancourt, entre julio y septiembre tuvo lugar en Washington una lucha entre la rama ejecutiva del Gobierno estadounidense y sectores del Congreso en relación con la cuota azucarera y la parte de ésta que debía asignársele a la República Dominicana. El historiador Crasssweller describe la interioridades de esta brega: “El representante Harold Cooley, de Carolina del Norte, que era presidente del Comité de Agricultura de la Cámara y el zar congresista en las cuestiones azucareras, se sintió inquieto ante esta negativa (la de no autorizarle los cupos extras) y se puso del lado de Trujillo. En esa actitud se le unió el senador (Allen J.) Ellender, de Louisiana, su contraparte en el Comité de Agricultura del Senado y admirador de Trujillo. Ellender alegó que se había empleado la influencia del Departamento de Estado, lo que diera por resultado que la legislación azucarera fuese ‘retorcida, torturada y pervertida’ en una enconada campaña contra la República Dominicana. Juntamente con el representante Cooley, dio a entender veladamente que varios elementos que buscaron venganza contra Trujillo se hallaban inspirados por influencia procastristas”.
Las cosas no marchaban, empero, como ambicionaba Trujillo. Tan pronto como la reunión ministerial de San José aprobó las sanciones contra su régimen, el Presidente Eisenhower envió un mensaje al Congreso pidiendo la anulación de la mayor parte de la cuota ya asignada a la República Dominicana. Esta medida debía servir de muestra inequívoca de la adhesión total de los Estados Unidos a las decisiones del organismo regional. Bajo las circunstancias presentes, afirmaba Eisenhower en su mensaje a las cámaras, las compras de azúcar a ese país implicarían una “gran bonificación” que afectaría la conducción de las relaciones exteriores de los Estados Unidos en todo el Continente.
Como resultado de su actitud contra Trujillo, la Administración de Eisenhower debió enfrentar una ruptura de sus relaciones con los líderes agrícolas sureños en el Congreso, en lo concerniente al problema de la distribución de la cuota quitada a Cuba. A pesar de las influyentes voces que seguían escuchándose en el Congreso norteamericano a su favor, Trujillo no podía contar ya más con el apoyo del Gobierno de esa nación.
Eisenhower lo había puesto de manifiesto de la manera más contundente. Poco antes de que el Congreso concluyera el debate de la cuestión, el Presidente envió al subsecretario de Estado, Douglas Dillon, a una audiencia del Comité de Agricultura de la Cámara de Representantes, para explicar mejor las razones por las cuales estaba en contra de favorecer al dictador dominicano. Dillon dijo que la Administración republicana creía injusto y contraproducente favorecer a un “tirano, torturador y criminal”. En opinión del Departamento de Estado y la Casa Blanca, recalcó Dillon, carecía de lógica cancelarle la cuota a un dictador izquierdista para asignársela a un dictador derechista. El New York Times destacaría con un gran título de primera página al día siguiente, 25 de agosto, los calificativos con los cuales Dillon se refirió a Trujillo.
Las sesiones del Congreso sobre el tema azucarero terminaron el 1º de septiembre sin conclusiones con respecto a la cuota dominicana. Si bien Trujillo no había alcanzado su objetivo de aumentar sus ventas a Estados Unidos, dentro del contexto general de las sanciones establecidas por la OEA en su contra, la ausencia de una decisión final sobre el tema podía interpretarse como una victoria. Pero tratábase de un triunfo efímero. A finales del mismo año, amparado en una ley, el Departamento de Agricultura impuso una carga de dos centavos por libra sobre toda compra de azúcar hecha a la República Dominicana. Con esa disposición se redujo considerablemente la demanda de azúcar procedente de los ingenios controlados por Trujillo.
En el transcurso de la discusión azucarera, las relaciones de Trujillo con Estados Unidos se vieron sometidas a peligrosos vaivenes. De naturaleza por lo general hostil, en ese lapso la política dominicana hacia Washington dio en cambio muestras de inexplicables vacilaciones que el impaciente exilio interpretó como señales inequívocas del comienzo del fin de la dictadura. Crassweller describe como nadie esa fase de la etapa final de la Era de treinta años: “Considerando la violencia de los ataques lanzados contra Estados Unidos a principios de año y durante las sesiones de la reunión de San José, suscitó no poca sorpresa oír, en una declaración emitida por el Gabinete y el Congreso dominicanos, en octubre, que la política exterior del país era de solidaridad y amistad con Estados Unidos. Al mismo tiempo, Trujillo personalmente hizo conocer una declaración a los ciudadanos estadounidenses residentes en la República Dominicana, en la que les garantizó su seguridad y bienestar”.
Hubo otras decisiones encaminadas entonces a reiterar el entusiasmo oficial hacia los Estados Unidos. Con tiempo suficiente como para no permitir la creación de malos entendidos al respecto, el Generalísimo recomendó igualmente la prórroga de un tratado relativo al funcionamiento de una estación rastreadora de proyectiles estadounidenses instalada en Sabana de la Mar, cuya expiración debía darse el año siguiente, en 1961. Lo extraño de este comportamiento residía en que el propio Trujillo había notificado poco tiempo antes a la Embajada norteamericana su deseo de no prorrogar dicho acuerdo.
Los juegos políticos del dictador no resultaban ya tan eficientes. Los funcionarios estadounidenses no podían explicarse las razones de dichos cambios. Era cierto que entre ambas decisiones mediaron acontecimientos determinantes. Pero el hecho de que la decisión de no prorrogar dicho acuerdo se produjera antes de la aplicación de las sanciones y el cambio de actitud fuera posterior a la reunión de San José, no encuadraba dentro de una política coherente. La única explicación posible era la de que ante su vano intento de utilizar este acuerdo bilateral como un arma para presionar a los Estados Unidos a inclinarse a su favor en el conflicto con Venezuela, simplemente Trujillo cambiara de parecer.
Podía tratarse únicamente de modificaciones coyunturales de política, pero eran vacilaciones, que reforzaron la impresión de que la voluntad férrea que controlaba todos los resortes de la vida nacional por algo más de tres décadas comenzaba a dar señales de debilidad. El aislamiento a que lo sometió desde el 21 de agosto la resolución de la conferencia ministerial de la OEA, enfrentándole ante el resto de la comunidad hemisférica, se dejaba sentir en el ánimo del dictador.
Por más que pretendiera dar la impresión de que estas medidas multilaterales no conseguirían doblegarlo, los efectos iniciales, si bien no trascendieron al plano de la economía, alentaban la oposición a su régimen, forzándolo a incrementar la represión lo cual traía mayor descontento. La sólida base sobre la que se erigía su mundo se resquebrajaba.
A mediados de enero, la situación se tornó insostenible. A la rebelión de la juventud que llenaba las ergástulas, se unió la protesta de la Iglesia. El enfrentamiento tensó las cuerdas ya débiles de la dictadura y dio paso a la peor ola de terror y represión que jamás existiera a lo largo del régimen.
Los arrestos arbitrarios se hacían no ya sólo de noche sino a plena luz del sol, en hogares y centros de trabajo. La extensión de las sanciones económicas aprobadas en virtud de una nueva resolución del Consejo de la OEA estrechó el cerco en que parecía ya atrapado Trujillo. La reducción del comercio internacional y las restricciones a la importación de combustible se hacían ya patéticas a comienzos de 1961. La prohibición ahora, por efecto de las nuevas sanciones, de las compras de camiones y repuestos, habrían de traducirse pronto en una baja en la producción y en un entorpecimiento de las actividades regulares.
Muy pronto se vio el Gobierno forzado a efectuar despidos masivos en las instituciones públicas. Las plazas de empleo en el sector privado se vieron por igual afectadas. El desempleo creciente originó una nueva fuente de inconformidad. La resistencia al Gobierno no se reflejaba ya sólo en el desinterés de la gente por los asuntos relativo al que la propaganda oficial llamaba “Querido Jefe”, sino en actitudes de abierta y franca oposición.
Aun en esta situación en extremo difícil, el Gobierno se esforzaba por proyectar una imagen de fortaleza interna que realmente no poseía. La aprobación de nuevas sanciones de carácter económico eran el resultado de persistentes intentos de Trujillo de minar las bases del Gobierno del Presidente Betancourt a quien ya había tratado en vano de asesinar. Las medidas habían sido denunciadas por el régimen como una “agresión” de la OEA y una “intervención” en los asuntos internos dominicanos. Pero lejos de propiciar un cambio en su agresiva política exterior, las medidas punitivas contra el régimen alentaron su instinto violento. A finales de febrero de 1961, seis meses después de la expulsión del Gobierno dominicano del sistema interamericano, la dictadura continuaba su política de desafío.
El 27 de febrero, el Presidente Balaguer compareció ante el Congreso para pasar revista a la situación del país. La ocasión fue aprovechada para denunciar nuevamente la expulsión de la República Dominicana de la OEA como un acto de injusticia internacional y demostrar la inutilidad de las sanciones. La designación de Balaguer como Presidente el 3 de agosto de 1960 había estado inspirada en el deseo de proyectarle una imagen de democratización al régimen. No obstante, su nuevo discurso produjo la impresión contraria. Sus continuas y directas referencias a la magia y el poder redentor de Trujillo no dejaban dudas respecto a quien era realmente el jefe.
Según Balaguer, los resultados de la Sexta Reunión de Cancilleres eran apenas el primero de una serie de actos de intervención que “en otra época habrían sin duda provocado la caída del régimen y el colapso de nuestra economía”. El país, sin embargo, proseguía el Presidente, había superado la prueba. “Nuestros adversarios esperaban el desplome del gobierno bajo el peso de las sanciones de Costa Rica, pero olvidaron que las poderosas raíces de la Era de Trujillo no se afincan en la opinión versátil, sino que penetran hondamente en la propia roca del sentimiento popular”.
Por supuesto, no podía hablarse de que la crisis estuviera totalmente superada. Pero existían buenas señales, aunque “vientos de tempestad” rugieran todavía “sobre la cabeza de la República”. Los enemigos del régimen desconocían su esencia fundamental. El hecho consistía que “la Era de Trujillo se inició como un ciclón y ha vivido desde entonces avanzando como una ave de tormenta entre vientos huracanados”. El sosiego, la tranquilidad y el reposo “son palabas desconocidas para los hombres de la Patria Nueva”.
El discurso de Balaguer era un esfuerzo notable por ocultar las penurias del Gobierno. “Si se comparan nuestras dificultades presentes con otras que hemos afrontado en el curso de estas tres décadas, tales como los incidentes fronterizos de 1937 (se refiere a la matanza de miles de haitianos por el ejército de Trujillo) y el conflicto de Cayo Confites que nos encontró puramente inermes, nuestros tropiezos actuales pueden considerarse como nubes de verano que dejarán el cielo azul, cuando se disipen después de descargar un poco de granizo sobre los campos bien sembrados donde germinan las simientes de la Patria Nueva”.
Balaguer calificaba la conferencia ministerial de San José como una “confabulación” contra Trujillo de parte de quienes no contaron que éste “se halla identificado con su pueblo y que entre él y la patria existe ese género de alianza que crea Dios entre las naciones y sus hombres providenciales”. Y no ahorraba advertencias contra esos adversarios: “Que no se equivoquen, pues, los ilusos que alimentan en el exterior la idea de que el orden que hoy impera en el país puede se subvertido, como si treinta años pasaran en vano sobre la conciencia de un pueblo; como si el país no tuviera motivos para renovar cada día su fe en Trujillo y en su inconmovible fuerza de mando; como si fuera posible, en fin, violentar por medios humanos en la República Dominicana el curso de la historia, y como si aquí pudiera existir, en las circunstancias presentes, otra solución que la de la paz o la catástrofe. Por eso, a pesar de lo resuelto en Costa Rica, está aquí y seguirá aquí Trujillo, con su pueblo y en medio de su pueblo; y por eso toda invasión, todo acto de piratería intervencionista, todo plan organizado para violar la integridad de nuestro territorio, tropezará invariablemente con el brazo del pueblo dominicano entero que mantiene en alto el escudo, firma la bandera, vigilante la espada”.
De principio a fin, esta pieza oratoria del Presidente era una farsa. El país estaba en rebeldía y esa rebeldía alcanzaba los estamentos más elevados del propio régimen. Los ataques despiadados de Trujillo contra la Iglesia y algunos de sus obispos y sacerdotes, contribuían a exacerbar más el ánimo del pueblo fervientemente católico.
Los servicios de seguridad habían caído en el extremo de incendiar templos, impedir procesiones y otros actos religiosos. Sacerdotes eran arrestados y perseguidos. Curas extranjeros fueron expulsados y en las emisiones de “La Voz Dominicana” y “Radio Caribe”, dirigida por el coronel Abbes García, se hacía burla diaria de obispos y hasta del propio Papa. Los editoriales injuriosos se referían con desdén a los curas como “los ensotanados”.
La economía daba señales evidentes de deterioro y la cárceles continuaban llenándose de opositores. Nada de eso figuraba en el mensaje presidencial al Congreso. Al entender del “Mandatario” los constreñimientos derivados de las sanciones, si bien comenzaban a sentirse en la vida nacional, servirían de estímulo para hacer más sólido el régimen trujillista. Tampoco admitía que la sanción aprobada en Costa Rica fuera el colofón de los propios errores de su Trujillo. Todo lo contrario: Trujillo era la víctima.
“Sería pueril negar que la conspiración organizada contra la República ha ocasionado daños de consideración a nuestra economía”, dijo. “Hemos sufrido el despojo de millones de pesos que nos correspondían legítimamente y que hubieran servido para la promoción de nuevas fuentes de riquezas. Hemos tenido que soportar la arbitrariedad de ciertas medidas sin precedentes para interrumpir nuestro libre comercio y nuestro tráfico marítimo, aun con naciones situadas fuera de la órbita de la Organización de los Estados Americanos. Se nos ha obligado a adquirir a precios incomparablemente más altos muchos artículos de primera necesidad y se nos han puesto trabas para cerrarnos abusivamente el libre acceso a nuestros mercados naturales. Estas circunstancias han contribuido a encarecer la vida y reducir las fuentes de trabajo en las zonas urbanas.
El Gobierno ha afrontado con coraje y decisión la emergencia y para la mayoría de la población las maniobras de nuestros enemigos han pasado inadvertidas. La actividad prodigiosa y la inagotable energía de Trujillo han superado todos los obstáculos y reducido al mínimo las dificultades”.
Las sanciones, a pesar de todo, según Balaguer, tenían su lado positivo. Era probable que a la sombra de las restricciones por ellas creadas surgieran nuevas industrias basadas en el uso de materia prima nacional “y se abran campos que aumenten nuestra autosuficiencia y nos emancipen todavía más de las fuentes de abastecimiento extranjeras”. Todo ello significaba la posibilidad de que las sanciones, finalmente, tuvieran un efecto contrario al que las inspirara. “En vez de un mal”, predecía Balaguer, “puede ser que el aislamiento diplomático que se ha querido imponernos se traduzca en nuevos estímulos y en nuevos beneficios para la economía dominicana”.
Demasiado ambiciosa, la aspiración estaba fuera del alcance del Gobierno. En términos puramente económicos lo que Balaguer anhelaba equivalía a una autarquía. Para alcanzarla se requería de cuando menos un milagro. Con las sabidas persecuciones de sacerdotes, difícilmente el cielo se mostraría dispuesto a conceder esa gracia.
La verdad era que el régimen se desmoronaba. A medida que los efectos del embargo y el aislamiento se traducían en restricciones para los dominicanos, el apoyo a Trujillo disminuía. Los templos se convirtieron en centros de agitación, donde los feligreses iban los domingos y días feriados a escuchar sermones contra la dictadura.
La misma inexplicable e irracional actitud asumida por Trujillo a principios de 1959 de rechazar la invitación a los actos de juramentación de Betancourt, se produciría en sus relaciones con la Iglesia más tarde ese mismo año. Un testigo excepcional de las interioridades de la vida palaciega describe los pormenores de ese rompimiento. El entonces Vicepresidente Balaguer, estima que el conflicto con la Iglesia tuvo su origen en un episodio “insensato”. Coincidió con la llegada de un nuevo Nuncio Apostólico, Monseñor Lino Zanini, y la inauguración de una feria ganadera, en 1959.
Ateniéndose a la tradición, Trujillo ordenó al Canciller Herrera Báez que solicitara al recién llegado representante papal su presencia en la apertura de la feria, para bendecir el acto y pronunciar las consabidas palabras de alabanzas al “Benefactor”, cosa común en el pasado con todos los antecesores de Zanini. El Nuncio se negó alegando que su misión en el país era esencialmente de índole diplomática. Los deseos del Generalísimo, le respondió al Canciller, podían ser fácilmente cumplidos por las autoridades eclesiásticas ordinarias.
Entre el Nuncio y el Ministro surgiría un muro de antipatía. Un día, Zanini fue a visitar a Balaguer en el Palacio Nacional. Al percatarse de la presencia allí de Herrera Báez, se alteró e hizo ademán de retirarse. Balaguer lo tranquilizó y lo condujo a su despacho privado.
-No quiero nada con el señor Canciller. Preferiría venir directamente al Palacio y prescindir de la Cancillería-, le dijo Zanini al Vicepresidente. A partir de entonces los asuntos de la Nunciatura comenzarían a canalizarse por esa vía.
Por supuesto, la actitud evasiva del Nuncio y el texto de su discurso, preparado para ser leído en la ceremonia de presentación de sus cartas credenciales, molestaron a Trujillo. Siguiendo instrucciones, Herrera Báez trató en vano de convencer a Zanini de introducir algunas modificaciones al texto, intercalando, además, frases de elogio a Trujillo. Zanini mantuvo el texto original salvo con muy pequeñas variaciones lo que, obviamente, disgustó aún más al dictador. La tirantez alcanzó un grado máximo con la nueva Pastoral, del 25 de diciembre, que el Nuncio dispuso leer en todos los templos y que las agencias internacionales de noticias transmitieron in extenso al exterior.
En ella se hacían fuertes recriminaciones al régimen, haciéndolo responsable de violaciones a los derechos humanos. La reacción de Trujillo a este desafío de la Iglesia, según Balaguer, “no puede ser descrita”. La mañana en que la Pastoral comenzó a ser leída en los púlpitos de las iglesias, el dictador llegó visiblemente irritado al Palacio Nacional. No obstante, tras la lectura repetida del texto, Trujillo logró calmarse y aconsejó él mismo actuar con prudencia.
-Hay que coger esto con calma- dijo. Con la Iglesia no se puede pelear.
Esta sabia y prudente actitud no sobreviviría, sin embargo, a las presiones de “las adulaciones de algunos de sus áulicos”.
Según Balaguer, también contribuirían a cambiar esa situación “las insensateces” de sus familiares. No pasaría mucho tiempo para que Trujillo fuera convencido de la necesidad de exigirle una rectificación al Episcopado en pleno. Siguió entonces una campaña de ignominia, que se prolongaría durante varios meses, por la radio oficial contra la Iglesia y sus obispos.
Zanini sería el blanco principal de la ofensiva trujillista, la cual originaría situaciones verdaderamente embarazosas. Como por ejemplo, la tragicomedia montada para poner en ridículo al propio Nuncio. Balaguer lo narra como sigue: “Con el propósito de humillarlo, Trujillo y Johnny Abbes García hicieron circular por toda la República Dominicana invitaciones falsas para una recepción que debía celebrarse en la Nunciatura Papal con motivo del regreso de una visita ocasional hecha por Monseñor Zanini a Puerto Rico. Trujillo, acompañado de centenares de funcionarios, se presentó a la Nunciatura en la hora señalada. Fue recibido por una monja que acudió a abrirle cortésmente la puerta. La sonrisa indulgente de aquella santa lo detuvo, obligándolo a retirarse avergonzado. Zanini celebró sarcásticamente la burla. Rió de aquella intriga de mal gusto, pero me expresó algunos días después, durante la visita que le hice en la Nunciatura para anunciarle la intención del gobierno de enviar a Roma en Misión Especial a Herrera Báez, que todas las personas que habían intentado hacerle daño, habían siempre sido castigadas por la mano de Dios o con desgracias aún peores”.
La misión del Canciller en el Vaticano no logró mejorar las relaciones del Gobierno con la Iglesia. Por lo contrario, éstas empeoraron. El excitante relato sobre el origen de la disputa de Trujillo con la jerarquía católica aparece en La palabra encadenada, citada en la bibliografía.
El final llegó inesperadamente el 30 de mayo. Aproximadamente a las diez de la noche un grupo de conspiradores integrado por personas ligadas, de un modo u otro, estrechamente al Gobierno, le emboscó mientras se dirigía a una de sus residencias de descanso en San Cristóbal, en compañía solo de su chofer, el mayor Zacarías de la Cruz. Trujillo fue muerto y su cadáver pisoteado y arrojado bañado en sangre como un bulto en la maletera del vehículo de uno de los conspiradores.
Después de la refriega, sus matadores cometieron dos errores. El primero fue llevar a uno del grupo que había resultado herido a un hospital. El segundo no haberse percatado bien de cómo había quedado el chofer de Trujillo, quien logró esconderse entre la maleza, a orillas de la carretera.
Otros factores actuarían en contra de los complotados esa noche. El general José René Román Fernández, Secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, que había exigido la presentación del cadáver para poner en marcha la segunda fase del complot que era apoderarse del Gobierno, controlando las guarniciones militares, titubeó y no estuvo en su lugar en el momento adecuado. La implicación de este alto oficial, casado con una sobrina de Trujillo, demostraba los alcances de la conspiración. Los agentes del coronel Abbes García detuvieron e interrogaron esa misma noche a Pedro Livio Cedeño, el hombre que había resultado herido en la refriega. Antes de que concluyera la jornada, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) poseía todas las informaciones de la conjura. De inmediato se desató una feroz persecución que dio como resultado en cuestión de días el asesinato y apresamiento de los conspiradores y sus familiares.
Los agentes de Abbes García tenían por delante otra tarea y esta era la de rescatar el cadáver del “Jefe”.
El cuerpo de Trujillo fue descubierto por los hombres del SIM que allanaron la residencia del general Juan Tomás Díaz, uno de los líderes de la conspiración. Fracasada la fase política del plan, al no aparecer el general Román Fernández, en la confusión reinante entre el grupo, los conspiradores optaron por esconderse cada uno por su cuenta y riesgo. La patrulla se disponía a abandonar la casa, cuando uno de ellos, Francisco -Cholo- Villeta, observó el garaje cerrado detrás de la marquesina y le dijo al coronel Roberto Figueroa Carrión, subjefe del SIM, que debían primero echar un vistazo. Villeta forzó la puerta de aluminio con una barra de hierro afilada en la punta. Revisaron cuidadosamente el vehículo guardado en el interior y notaron que estaba manchado de sangre y lodo.
Sudando copiosamente por el calor y la creciente excitación, Villeta introdujo la punta de la barra en la cerradura del maletero y violó de un golpe la tapa. Esta se abrió con un ruido seco y los dos oficiales de seguridad encontraron el cuerpo sangrante de Trujillo retorcido dentro del baúl del automóvil. El rostro, bañado en sangre, estaba desfigurado. Villeta sintió que un nudo se le hacía en la garganta. La fuerte conmoción que le produjo la visión de aquel hombre sin vida, tirado como un fardo en la maletera de aquel automóvil, estuvo a punto de hacerle desfallecer.
Repuesto de la impresión, los dos oficiales de seguridad cargaron el cuerpo y lo depositaron en el asiento trasero. Villeta vio que la rigidez que se iba apoderando del cadáver no permitía acomodarlo bien en el auto. Entonces, pidió a Figueroa Carrión que condujera, mientras él ocupaba el asiento trasero. Los pies descalzos de Trujillo salían por la ventana. Villeta acomodó el cadáver sobre sus piernas y se despojó de su camisa ensangrentada cubriendo con ella esa parte del cuerpo.
Con esta carga impresionante, pusieron marcha hacia el Palacio Nacional. Nadie los detuvo al penetrar en el recinto por la puerta posterior. Parquearon en el estacionamiento interior del edificio y con el cadáver en los brazos de Villeta los dos agentes subieron hasta las habitaciones privadas de Trujillo en la tercera planta de la casa presidencial. Villleta se dedicó entonces a limpiar con algodón y agua el rostro de Trujillo y taponarle las heridas. Permaneció haciéndolo hasta la salida del sol.
En la madrugada, mientras los servicios de seguridad emprendían la feroz cacería humana contra los implicados en la muerte a tiros del dictador, el general Román Fernández visitó el Palacio y subió a las habitaciones privadas del dictador. Permaneció de pie unos minutos frente al cadáver rígido tendido sobre la cama. Villeta, sin ayuda de nadie, le había mudado las ropas ensangrentadas por un uniforme militar que encontró en el armario de caoba de la habitación.
Villeta sintió un fuerte estremecimiento en el cuerpo al presenciar la entrada del Secretario de las Fuerzas Armadas.
Cedeño había mencionado su nombre entre los complotados, a sus interrogadores del SIM horas antes en el Hospital Internacional, apenas a cuatro cuadras del Palacio de Gobierno, donde ellos ahora se encontraban. Román permaneció en silencio, parado en firme, mirando directamente a los ojos de Trujillo. Luego se volvió sin decir palabras y se alejó.
De la nariz del cadáver de Trujillo, que el oficial del SIM había taponado momentos antes, brotó un pequeño chorro de sangre.
La escena fue contada al autor por el propio Villeta en una entrevista realizada en septiembre de 1994, en Santo Domingo, que el ex oficial de inteligencia no quiso que fuera grabada. Villeta es ciego desde hace años. El hecho de que el cadáver sangrara por la nariz en presencia de uno de los responsables de su muerte, confirmaba, según el ex oficial, la creencia popular de que los muertos suelen identificar a sus victimarios de esta forma.
La fase política del complot dirigida a adueñarse del Gobierno había fracasado, pero de todas formas Trujillo estaba muerto. Las exequias fueron aplazadas para el 2 de julio a fin de dar tiempo a su hijo mayor, Ramfis, a retornar al país desde Europa y permitir que la multitud rindiera homenaje al que había sido su conductor y guía por más de 30 años. El pueblo humilde desfiló triste y silencioso ante su cadáver colocado en un enorme féretro en el salón principal del Palacio Nacional. Las largas e interminables colas de acongojados hombres y mujeres del pueblo no cesaron durante el día completo en que el cuerpo estuvo exhibido al público.
En el acto de inhumación del cadáver, en la Iglesia parroquial de San Cristóbal, donde Trujillo recibiría la primera de varias sepulturas, el 2 de junio de 1961, Balaguer externó el dolor que este hecho producía en las altas esferas del régimen.
“Jamás la muerte de un hombre produjo tal sentimiento de consternación en un pueblo ni gravitó con mayor sensación de angustia sobre la conciencia colectiva”, dijo compungido. “Es que todos sabemos que con este muerto glorioso perdemos al mejor guardián de la paz pública y al mejor defensor de la seguridad y el reposo de los hogares dominicanos. El acontecimiento ha sido de tal modo abrumador que aún nos resistimos a creerlo. ¡La tierra vacila todavía bajo nuestros pies y parece que el mundo se ha desplomado sobre nuestras cabezas!”
Lo que realmente se desplomaron poco después fueron las estatuas y los demás símbolos del culto a la personalidad del dictador erigidos en plazas, calles, edificios y monumentos en todo el país. Las multitudes que habían desfilado con los rostros húmedos de lágrimas frente al sarcófago que guardaba celosamente el cuerpo sin vida de Trujillo, se lanzaban semanas después a derribar aquellos símbolos del poder que había sojuzgado a la nación por décadas enteras.
Ramfis, ahora en su rol de comandante de las Fuerzas Armadas, no parecía el hombre indicado para sustituir el vacío dejado por su padre. Balaguer preservó por seis meses la posición de Presidente, pero Ramfis se vio precisado a abandonar el país el 18 de noviembre, bajo la fuerte presión de las protestas populares.
Las sanciones aplicadas al régimen trujillista el 21 de agosto en Costa Rica, seguían pesando sobre los restos de la dictadura. Tan pronto como fuera sepultado Trujillo, Balaguer, libre ahora para ejercer el cargo, convenció a Ramfis de la necesidad de una “liberalización” que permitiera actividades de partidos y organizaciones políticas. Las cárceles fueron abiertas y miles de dominicanos presos por sus opiniones contrarias a Trujillo fueron devueltos a sus hogares. No obstante, se hacía indispensable lograr el levantamiento de las sanciones diplomáticas y económicas para poder llevar a cabo una serie de programas que Balaguer creía necesarios a los fines de consolidar su administración y afianzar el nuevo rumbo democrático.
En ese rol, el Presidente acudió a la Asamblea General de las Naciones Unidas el 2 de octubre. El discurso era una apelación a la comunidad internacional tratando de convencerla de que las sanciones, desaparecido ya Trujillo, constituían una carga amarga y pesada para la población dominicana. Era asimismo, una defensa vehemente de sus esfuerzos por democratizar al país y lograr el reconocimiento de los demás Estados. Y sobre todo, era una fuerte descarga de ataques contra la dictadura de Trujillo. “Tras la caída del hombre que personificó durante treinta y un años el Estado dominicano, se inició en nuestro país un régimen de derecho que ha ido paulatinamente modelando sus instituciones sobre los principios de la democracia representativa”, expresó. Ahora, en lugar de un partido único, como sucede bajo regímenes de corte totalitario como el que existía hasta la muerte del dictador, “la opinión nacional se encuentra hoy dividida en diversos grupos antagónicos en que han hallado al fin expresión los ideales y aspiraciones disímiles del alma dominicana”.
Ya no se trataba de la voluntad bajo la cual la nación entera había encontrado el sendero de su progreso y bienestar material, como apenas proclamara meses antes. Trujillo representaba ahora para el Presidente tres décadas de “oscurantismo político”. Con la muerte del dictador, proclama Balaguer en el foro mundial, la República Dominicana iniciaba el tránsito hacia un estado de derecho y una democracia funcional.
Los esfuerzos el Presidente para eliminar las sanciones no tuvieron éxito, a pesar de que dedicó todas sus energías a ello, consciente de que las mismas constituían un escollo a sus esperanzas de preservar el poder, hasta el fin de su mandato. El problema consistía en que la oposición, fortalecida con la llegada de miles de exiliados, no lo quería por considerarlo una criatura y un heredero político de la dictadura. Las protestas se incrementaron y luego de la forzada salida al exterior de los familiares de Trujillo, Balaguer fue obligado a negociar con la Unión Cívica Nacional (UCN), el mayor grupo de oposición, la formación de un Consejo de Estado de siete miembros, presidido inicialmente por él, con la promesa de renunciar al puesto dos meses después.
Ramfis abandonó el país el 18 de noviembre en el buque insignia de la Marina de Guerra. El día antes, desenterró el cadáver de su padre y lo envió a bordo del lujoso yate Angelita a Europa. Cuando la nave se encontraba a mitad del trayecto, fue obligada a regresar porque se creía que en ella Ramfis había sacado una fortuna en oro y dólares robada al Banco Central. En el camino de regreso el féretro con el cadáver de Trujillo fufe abierto en varias oportunidades. El yate fondeó frente a la Bahía de Calderas, próxima a la sureña ciudad de Baní, desde donde el cadáver fue trasladado a un patrullero de la Marina de Guerra que lo condujo al puerto de Barahona; al mismo que había retornado Rómulo Betancourt, siendo un joven, tras el fracaso de la última aventura de su etapa “garibaldiana”. Allí un oficial militar depositó el féretro en la parte trasera de un camión sucio de estiércol de vaca, que requisó al ingenio al comprobar que no cabía en la camioneta del Ejército.
El signo de la violencia que le acompañó a lo largo de toda su existencia no abandonó a Trujillo aún después de muerto. De Barahona el cadáver fue trasladado en un pequeño avión militar a la base aérea de San Isidro, donde los dos viajes del “Cabrito” habían puesto en marcha la trágica aventura que finalmente lo llevara a la muerte. Una vez allí sería colocado en un avión de la Pan American especialmente arrendado por el Gobierno para transportarlo hacia París, donde esperaba por él su hijo Ramfis. En la pista de la base, ante las escalerillas del reactor comercial, la tapa del féretro fue nuevamente abierta ante testigos a fin de confirmar la carga. El avión hizo escala en el aeropuerto de San Juan, donde una multitud de exiliados exhibió pancartas y le arrojó huevos y tomates.
El largo peregrinaje del cadáver de Trujillo es detallado más ampliamente en otra obra del autor titulada Los últimos días de la Era de Trujillo.
El 1° de enero de 1962 se instaló el Consejo de Estado. Esa misma semana, el Consejo de la OEA se reunió para considerar el levantamiento de las sanciones impuestas al país el 21 de agosto de 1960. El 4 de enero, el organismo aprobó dejar sin efecto todas las medidas, en vista de que “el Gobierno de la República Dominicana ha dejado de constituir un peligro para la paz y la seguridad del Continente”. Balaguer no pudo celebrar esta victoria. Dos semanas después, el Ejército empleó tanques y fuego de fusilería para acallar las protestas contra el Gobierno y varios de los miembros del Consejo de Estado fueron encarcelados en San Isidro. A esta acción siguió, dos días después, otro levantamiento militar que restituyó en sus funciones a los miembros del Consejo detenidos por la jefatura militar. Balaguer decidió no arriesgar más su suerte y el 18 de enero se refugió en la sede la Nunciatura Apostólica, contigua a su residencia. El 7 de marzo de 1962 pudo salir del país amparado en un salvoconducto.
Así, a ocho meses de su muerte a manos de hombres que en su momento habían sido sus colaboradores o amigos, no quedaba en el territorio de la República Dominicana, huella física de la presencia del hombre que la había regido con mano de hierro durante tres décadas completas. Su nombre y el de sus familiares habían sido borrados de los rótulos colocados en vías, escuelas, hospitales, carreteras, plazas y planteles escolares. Asimismo, la capital dominicana recobró su antiguo y original nombre de Santo Domingo.
En ningún hogar se exhibía ya aquella placa obligatoria que rezaba: “En esta casa Trujillo es el Jefe”.