La extrema derecha está en auge. Y lo decimos, no solo por el triunfo obtenido por Javier Milei en las recientes elecciones argentinas, sino también por lo que ha venido aconteciendo desde hace varios años a nivel mundial. Desde luego, la figura excéntrica de Milei, su extremismo excepcional, sus modales vulgares concitan la atención de los medios de comunicación y muestran el fenómeno en toda su dimensión.
Pero el ultraderechismo, con sus alzas y sus bajas, ha venido abriéndose paso y enquistándose en nuestras sociedades como algo cotidiano, aceptado sumisamente por los pueblos y siendo considerado como un signo normal en la política ciudadana. Ahí están para probarlo Bolsonaro en Brasil, Kast en Chile, Bukele en El Salvador, Trump en los Estados Unidos, Wilders en Holanda, Meloni en Italia, Orban en Hungría, Abascal en España.
Desde la caída de la Unión Soviética hasta años muy recientes el debate de las democracias giraba en torno a las políticas sustentadas por las corrientes de derecha e izquierda. La primera defendiendo el orden establecido, mostrándose conservadora ante lo cambios innovadores, privilegiando la economía de mercado, y la segunda reclamando mejoras condiciones de vida y de trabajo, y una sociedad más inclusiva y de justicia social.
Ese escenario al cual estábamos acostumbrado ha variado en los últimos años, muy posiblemente porque con la globalización y el desarrollo exponencial de la tecnología la sociedad industrial se ha transformado y generado nuevos desafíos que no han podido ser respondidos por la clase gobernante, y de los cuales se ha aprovechado con relativo éxito el extremismo de derecha.
Y en efecto, un examen de las particularidades de cada uno de los casos de crecimiento de la ultraderecha nos muestra que una multiplicidad de factores ha contribuido a la ira de las masas que, en su desesperación buscan un salvador que pueda devolverles la esperanza perdida.
En la Argentina ha sido la inflación galopante, que en años no ha podido resolver ni el kichnerismo ni el macrismo, gobiernos de signos opuestos, la que ha impulsado a Milei con un discurso antisistema y con promesas de desmantelamiento del Estado; en El Salvador ha sido la inseguridad ciudadana la que ha dado los galones a un Bukele que, sin importarle los derechos humanos, ha combatido a sangre y fuego la delincuencia; en Brasil ha sido el “antipetismo”, alimentado por la oligarquía maderera, que condujo de su mano a Bolsonaro para desde el poder negar el cambio climático y retomar así la explotación de la Amazonia que Lula había prohibido, en los Estados Unidos fue el proteccionismo que promovió a Trump ante las vicisitudes de una clase trabajadora afectada por el desarrollo de un mundo interconectado y las deslocalizaciones de empresas como secuela del libre comercio, y en Europa, los Abascal, Wilders y Orban buscan o se aferran al poder con un discurso de odio contra los migrantes a quienes acusan de amenazar los valores de la cultura occidental, de causar la inseguridad de las ciudades y de generar gastos cada vez más crecientes en el presupuesto de la Nación.
Sea cual fuere la causa específica en cada país, estos líderes mesiánicos de la extrema derecha responden a un denominador común: el sistema no funciona, no protege y es necesario recuperar un pasado que supuestamente fue mejor. Así Trump habla de “hacer grande de nuevo a América”, Orban y Wilders propalan que los africanos, y especialmente los musulmanes socavan la identidad cristiana y nacional de la Unión Europea que es necesario preservar, y Milei en Argentina hace soñar a la Argentina de un pasado glorioso, de ser de nuevo una potencia sudamericana, y para ello se debe desmontar al Estado y dolarizar la economía.
Desde luego, esta ola mundial del ultraderechismo se facilita gracias a las redes sociales y la inteligencia artificial que difunden y masifican un mensaje emocional que genera la ira de los desposeídos y que, a la postre, amenaza la democracia.
Afortunadamente, en el país aún no hemos tenido líderes ni partidos políticos de importancia que hayan recurrido a este discurso tremendista y antisistema. Las diferencias políticas, que las hay y son muchas, se han podido encausar por la vía democrática, cada organización exponiendo sus razones, sin cuestionamientos al estado de derecho en que vivimos.
Naturalmente, no hay que descuidarse. Recientemente, en una entrevista a uno de los diarios nacionales, Felipe González, expresidente de España, advertía que la clase política le estaba fallando a la democracia, pues esta necesita para su subsistencia la satisfacción de las necesidades básica del pueblo, especialmente en materia de alimentación, salud, educación y medio ambiente.
De ahí la importancia que tienen las elecciones de 2024, pues una crisis como la que estamos sufriendo puede ser caldo de cultivo para el surgimiento de un liderazgo de extrema derecha. En el 2024 debemos volver al progreso.