Se podrá decir u opinar lo que se nos ocurra de los partidos políticos –incluso quien escribe, a pesar de ser un militante de uno ellos, ha sido un crítico coherente e irreverente de algunas prácticas e inobservancias de sus líderes-cúpulas y la clase política-. Pero hay que estar claro, aquí como en la China, que los partidos políticos son pilares fundamentales en cualquier régimen democrático donde prime un mínimo de Estado de derecho, de libertades públicas, de libre juego de las ideas y del derecho universal –de cada ciudadano o grupo de ellos- a organizarse y expresarse libremente. Otra cosa es asumir postura crítica –y de autocrítica, por cierto, de muy escasa tradición en nuestra clase política- con apego a preservarlos y exigirles mayores estándares de institucionalidad democrática y una mejor conexión con las aspiraciones y las expectativas que la ciudadanía espera de la clase política, la propia actividad política y, sobre todo, del ejercicio del poder.
Cierto que el descrédito de la clase política es universal, pues los fenómenos Donald Trump, y en cierta forma, Emmanuel Macron, no dejan de ser dos ejemplos palpable de cómo la clase política o, los políticos-lideres profesionales o de oficio han ido perdiendo crédito y valoración ciudadana frente a nuevos actores políticos no tradicionales que han llegado al poder, más que por méritos y cualidades, por ese desfase-crisis universal de los paradigmas políticos-ideológicos, las insatisfacciones ciudadanas frente a políticos despojados de ética y de cumplimiento programático, o peor aún, de vulgares farsantes de la política que han estafado y abusado de la confianza ciudadana.
No obstante, el fenómeno –de los outsiders-, en nuestra opinión, no será, a largo plazo, la respuesta acertada, pues, me temo que los riesgos –de depositar el poder en manos de improvisados- serán mayores y de impredecibles consecuencias…, pues no olvidemos que el ejercicio de la política y del poder –a pesar de todo su descrédito- tiene un manejo o protocolo histórico-universal prácticamente inviolable que hace posible la gobernanza entre las naciones vía la diplomacia, los intercambios comerciales, políticos, culturales y la convivencia pacífica. Por ello, es de vital importancia que todos los actores políticos, sociales y públicos, en cualquier sociedad, estén al unísono en la orientación de servir y de ser partes activas e integrales de las soluciones –de toda índole- en una determinada sociedad.
¿Y cuáles son los actores más aptos e idóneos para acometer esas tareas? Sencillo: son los partidos políticos y sus líderes –imbuidos de ética pública inquebrantable-, líderes sociales, empresariales, religiosos, servidores públicos y, sobre todo, ciudadanos activos e interesados en la vigilancia y monitoreo de la gestión pública, pues sin ciudadanos críticos y pro activos no hay país que encare, con éxito y sentido de compromiso, ningún desarrollo integral. De modo, que la tarea de planificar y gobernar no es solo tarea de políticos, servidores públicos, sector privado, sino también, de una ciudadanía responsable y vigilante de la buena gestión pública.
Sin embargo, debemos abogar por organizaciones políticas saludables y de fuerte arraigo en su institucionalidad democrática. Y para ello, debemos, todos, presionar y aspirar para que los partidos políticos sean –por leyes- las escuelas donde se forjen los ciudadanos aptos para el ejercicio de la actividad política –entendida como una ciencia: la de la planificación y la administración de los recursos públicos, impactar, favorablemente, las vidas de los ciudadanos y la confianza pública-. Entonces, bajo ninguna circunstancia, podemos abogar ni fomentar –desde cualquier otro ámbito ni muchos menos por inquina particular- porque los partidos políticos asuman procesos supuestamente sui géneris o “modernizantes”, pero para los cuales no están preparados.
Debemos exigir, eso sí, que sus líderes y cúpulas contribuyan y fomenten, al interior de sus organizaciones y en el ejercicio de los poderes públicos: más institucionalidad democrática, más trasparencia pública, más ética pública, entre otros valores; y ello implica, construir, quizás por primera vez, registros -de militantes y miembros- confiables y verificables y, por vía de consecuencia, procesos eleccionarios internos –monitoreados por la JCE- para garantizar democracia interna y la sobrevivencia de los liderazgos en ciernes.
En fin, que una democracia no se construye -sobre base sólida- si cada vez que una que otra institución, en este caso, los partidos políticos y sus líderes, entran en crisis o atomización, y queremos resolverles sus problemas sin exigirles, siquiera, un mínimo de esfuerzo y de autocrítica propia. Y para los partidos políticos y sus líderes, entiendo que, ese mínimo esfuerzo –de voluntad política y de gerencia efectiva- es que ellos mismos, al precio que sea, construyan sus registros –padrones- de militantes y miembros.
¡Porque tiempo hay! Y de sobra… (Digo, si no hay miedo a enfrentar el auto-engaño de creernos y vender un imaginario de partido político -llámese PLD, PRM, PRD o PRSC- que no existe o que no hay forma de verificar, y que además, en la práctica y después de cada campaña electoral, repelamos como el diablo a la cruz).
Señores, un partido político, por poner un ejemplo, de trescientos mil miembros o militantes –localizable y verificable-, es un partidazo, pues todos sabemos que, en ellos (en esos “aparatos” como les llamaba Narcisazo), solo una minoría trabaja, se esfuerza y asume compromiso partidario -más allá de cada zafra electoral-. ¡Dejémonos de autoengaño y cuentos chinos…!