Desde su fundación, la iglesia católica ha tenido que lidiar con ataques encarnizados que buscan mancillarla, derribarla y hacerla desaparecer. Como institución conformada por hombres, no está exenta de las debilidades e inconductas de malos cristianos que se han aprovechado de su prestigio para deshonrarla y cometer fechorías. Por tanto, no es infalible y arrastra las debilidades propias de la naturaleza humana que, aunque reprobables, son el reflejo de la descomposición social circundante de la que ningún estamento es ajeno (aun los 12 discípulos no eran perfectos).
No obstante, acudir a la generalidad para sumirla en el descrédito es una gran injusticia, en vista de que no pueden pagar todos, por las graves faltas cometidas por solo algunos, cuando lo procedente es combatir esas vejaciones, denunciarlas y, sobre todo, evitarlas identificando sus causas (que no radican precisamente en el celibato que deben guardar los sacerdotes, como algunos piensan). De hecho, una abrumadora mayoría de curas son personas nobles, entregadas a su vocación y verdaderos pastores de sus parroquias, en la que desempeñan un papel múltiple de consejeros, amigos, confidentes y educadores de las familias que les entornan, constituyéndose en sus guías y en parte esencial de ellas.

El pretexto de repudiar la iglesia por el comportamiento de ciertos sacerdotes descarriados, no podía ser más baladí: primero, porque la cantidad de involucrados en esas actividades es ínfima (aunque debería ser inexistente), en comparación con los que son fieles a su consagración; segundo, porque no pueden medirse las preferencias religiosas por la ligereza de algunos de sus miembros con cuyo comportamiento no se comulgue y tercero, porque la iglesia no son los padres que ofician una misa, tampoco el templo donde lo hacen, sino que también la conforman los feligreses sin los cuales no existiría y que deberían ser los primeros en defenderla, como algo que les pertenece, entendiendo que atentar contra ella, es hacerlo contra ellos mismos.

Entre tantos mercaderes que viven de la religión aprovechándose de las carencias espirituales de almas débiles necesitadas de consuelo, tenemos unos sacerdotes que viven con limitaciones económicas considerables, sujetos a una diezmada limosna voluntaria de las misas. Mientras los primeros son enaltecidos como ejemplo de bonanza económica fruto de su ministerio y logran ascender socialmente utilizando el púlpito como escalera, los segundos cargan con la incomprensión y el estigma de otros que han ofendido el altar con sus actuaciones. Tremenda ironía que tantos siglos después esos mismos fariseos a los que Jesucristo llamó hipócritas sean los que se estén lucrando en su nombre y sin que pueda desalojarlos con un látigo, como a lo mejor quisiera.

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