En la escena social, vivir bajo el amparo propiciado por el derecho implica sufragar determinado precio, costo, expensa y gasto de inversión módica u onerosa, ya sea mediante tarifas fijas, variables u honoríficas, o bien a través de estipendios curiales u otro tipo de gajes profesionales, aunque en tiempo de antaño quedó prohibido que la abogacía fuera servida a título lucrativo, pero era imperativo que los árbitros o jueces recibieran los respectivos emolumentos, cuyo pago corría por cuenta de las propias partes litigantes.
A saltos ciclópeos, tuvo la humanidad que situarse bajo el amparo del Estado moderno, cuando entonces la gratuidad de la justicia fue proclamada en cualquier Carta Magna de cada nación jurídicamente organizada, por cuanto a partir de ahí el costo de semejante prestación pública habría de correr por cuenta del Fisco, pero en puridad la abogacía vendría a convertirse en una carrera liberal de servicios profesionales cubiertos por la persona que fuere litigante en un proceso judicial.
En efecto, la gratuidad de la justicia consistió en que el Estado de ahí en adelante asumiera la inversión pública de construir edificaciones para alojar las estructuras judiciales, adquirir insumos gastables, contratar los recursos humanos de la curia y reclutar los juristas que habrían de fungir como jueces, así como cubrir el pago de sus emolumentos, pero el costo de los servicios privados de los abogados tenía que ser sufragado por las partes litigantes en la escena forense o en sede de jurisdicción graciosa.
Como nuestra nación organizada en Estado fue recipiendaria de la tradición legal romano-germánica mediante la instauración de los códigos napoleónicos, la defensa jurídica constituyó una práctica profesional privada de raigambre liberal, cuyo costo resultó ser muy oneroso para la inmensa mayoría de los usuarios de la justicia, poco importó que fuere penal o civil, por lo cual el legislador vernáculo en 1927 votó la Ley 821 y tras de sí creó la figura de la abogacía de oficio para asistir a personas indigentes o pobres de solemnidad.
Con el paso del tiempo, la defensa jurídica prestada por el abogado de oficio fue cayendo en desmérito, debido a la cantidad creciente de personas indigentes que requerían dicho servicio legal, por cuanto esta masificación contribuyó a que la asistencia técnica previamente descripta resultara muy precarizada, toda vez que tales juristas compartían esta función pública con la práctica privada de la profesión letrada, así que semejante gratuidad terminó saliendo cara para los acusados de algún crimen, porque fueron quedando en estado de indefensión.
A sabiendas de que el derecho de asistencia técnica quedó erigido en una garantía fundamental, incardinada dentro del debido proceso de legalidad constitucional, máxime cuando se trata de una persona investigada o acusada de un crimen o delito, surgió entonces en las postrimerías de la centuria recién periclitada un proyecto piloto de defensoría pública bajo el patrocinio del Ilanud que arrojó inusitados éxitos, tanto en nuestro país como en otras naciones de la región latinoamericana.
Debido a tales resultados, el legislador patrio aprobó la Ley núm. 277-04, de fecha 13 de agosto de 2004, cuyo contenido creó el servicio nacional de la defensa pública, pero que tuvo como referencia el proyecto del Ilanud, puesto en vigencia en nuestro país en 1993, por lo que se trata de una función oficial que lleva más de veinte años, donde hay un elenco de juristas expertos en la asistencia técnica ofrecida a título gratuito que en principio ha de brindarse a personas indigentes inmersas en algún proceso judicial, investigadas o imputadas de un crimen o delito.
Al cabo de cuatro lustros, el servicio nacional de la defensa pública solventado por el Estado se ha ganado la confianza legítima de la ciudadanía en general, pero más de las personas sindicadas como usuarias, tras quedar involucradas en la justicia penal, aunque cabe advertir la necesidad imperiosa de evitar la sobrecarga laboral de los juristas contratados para brindar semejante asistencia técnica, por cuanto esta situación pudiera debilitar la hasta ahora eficiente litigación jurídica, exhibida en las distintas fases del proceso penal, tales como vistas sobre medidas cautelares, audiencia preliminar, juicio de fondo, vías de derecho en sede de apelación y acciones recursivas llevadas ante la Suprema Corte de Justicia, donde se acude con determinada intención nomofiláctica.