Entre académicos, huelga traer a colación que el derecho constituye una práctica social tan vieja como el arte escritural, por cuanto ambos quehaceres tienen un origen penta-milenario, de suerte que de ahí puede desprenderse como verdad axiomática que todo jurista, a decir de Miguel Carbonell, aparte de aprender a razonar, interpretar y argumentar, imperiosamente debe saber escribir, hasta el punto de cultivar la narratología, la literatura ideológica y la prosa científica, así como la versificación poética, aunque las mismas habilidades sean propias de otras disciplinas epistémicas de talante profesional, pero en las ciencias jurídicas tales competencias cobran atributos caracteriales.
Tan cierto resulta todo cuanto acaba de decirse que desde antaño bastaba con investirse de jurista para adquirir equivalencia sinonímica con letrado, lo cual suele significar sabio, docto o ilustrado, pero causa pesadumbre reconocer que el estado actual de semejante cuestión queda muy distante de la realidad de entonces, pues hoy los egresados universitarios en ciencias jurídicas, así como en otras áreas epistémicas de enseñanza superior, muestran graves falencias en la escritura académica y cuanto más en literatura de ficción o composición poética.
A sabiendas de la verdad diagnosticada, urge entroncar la didascalia jurídica en las piezas retóricas fundamentales para la aprehensión cognoscitiva de los discentes, tales como epítome, ensayo, ponencia y conferencia, por cuanto estos instrumentos discursivos vienen a ser géneros expositivos de gran utilidad en el campo de la enseñanza del derecho como disciplina científica dotada de autonomía didáctica, debido a que operan como estrategias conducentes hacia la organización del pensamiento racional tanto en forma oral como en versión escrita.
De estos géneros discursivos inherentes al academicismo jurídico, resulta de alto interés didascálico pergeñar de ahora en adelante algunas ideas preponderantes sobre el ensayo, cuya estructura escritural se presta en demasía para imbuir a los alumnos durante todo el ciclo de formación superior para que realizando introspección extraigan lo mejor de sí, tal como debe brotar de cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje, a la luz de la prédica de Sócrates, quien mediante la mayéutica les inquiría a sus discípulos sobre problemas inquietantes de la época de los aprendices, en pos de que ellos construyeren su propio saber.
En mirada retrospectiva, resulta pertinente acotar que el consabido género surgió en las postrimerías del siglo XVI, cuyo creador fue Michel de Montaigne, un jurista de formación universitaria que, habiendo dialogado con los polímatas grecolatinos, a través de la lectura de sus obras filosóficas, entonces escribió las reflexiones suyas bajo la intitulación de ensayos, publicados en tres tomos, entre 1580 y 1588, pero luego de su óbito aparecieron ediciones póstumas para acoger meditaciones inéditas.
Como nueva forma de escribir, el ensayo fue definido desde la perspectiva de su propio artífice como un proyecto o intento por saber, una rapsodia o experimento, pero en la actualidad este género académico suele verse como un artículo de contenido ideológico, de investigación erudita, literaria o científica, cuya estructura lleva un título, un punto de partida, desarrollo teórico y cierre final, donde el escrito puede valerse del pluralismo expositivo para narrar, describir, explicar y argumentar, siempre que haya cohesión y coherencia, a través de los elementos conjuntivos, conectivos o marcadores discursivos.
En la composición retórica hay convergencia tripartita, puesta de manifiesto a través de presupuestos comunicativos insumidos en ethos, pathos y logos, cuya traducción en lengua castiza suele significar emisor, dotado de la axiología suficiente para inspirar credibilidad; receptor, a quien el expositor debe procurar convencer mediante un texto discursivo adecuado, cohesivo, coherente y dotado de acreditación demostrativa. Luego, el mensaje estructurado bajo el encuadre dialéctico oportuno para impactar en la inteligencia del auditorio o interlocutor racional.
Debido a semejante itinerario retórico, cabe entender que Daniel Cassany haya visto la escritura académica como un proceso, dotado de tres fases relevantes. Verbigracia, planificación que implica investigación previa de la materia prima del ensayo; redacción del texto discursivo que amerita el dominio operativo del código lingüístico y revisión posterior del artículo preparado.
Por todo cuanto ha sido expuesto, el ensayo constituye una pieza retórica, cuyas virtudes resultan idóneas para fomentar el aprendizaje académico, ya que le exige al novel o avezado escritor originalidad, creatividad, reflexión analítica, cogitación introspectiva, teorización especulativa, operación deductiva, indagación científica y expresión comunicativa, entre otros atributos, y esto favorece con creces el didacticismo jurídico.