“La democracia es una superstición basada en la estadística.”
Jorge Luis Borges
La idea de democracia está invitando desde hace tiempo a una reflexión crítica, entre otras razones porque la polisemia del concepto permite denominar como democráticas a demasiadas modalidades de relación de los componentes del sistema político. Dentro de esa amplitud de interpretaciones califican como democráticos regímenes con características que resultan imposibles de asimilar a una forma de gobierno cuyos beneficios estén fuera de un cuestionamiento necesario y urgente.
La historiografía nos relata que Atenas era democrática. Más aun, aprendemos que se trató de una democracia directa, posible debido al reducido tamaño de la comunidad política, particularmente disminuida luego de restar a los idiotas, también a los extranjeros, a los esclavos y, por supuesto, a las mujeres. Vista así, la democracia ateniense no pasa entonces la prueba del “gobierno del pueblo, con el pueblo y para el pueblo”, una cita casi fundacional hasta que se sumó el hallazgo de que la democracia liberal era todo a lo que la humanidad podía aspirar, tanto que hasta era el fin de la historia.
¿Cómo entonces enfrentar la evidencia de la casi unanimidad del mundo académico y su preocupación por la crisis de la democracia y por la permanente alarma frente a que la democracia está en peligro?
Para responder esa pregunta se debe obviamente recurrir a los contextos. Ésa es la responsablidad de los historiadores. El reconocimiento de los hechos históricos, especialmente los recientes, nos pone ante una situación nada cómoda pues nos obliga a instalar la atención en el futuro. Y como el futuro nunca está en el retrovisor, ya no es posible evadir la responsabilidad de promover representatividad, justicia social, inclusión, reconocimientos de derechos (entre otras relaciones políticas superiores) sin una clara decisión crítica respecto a lo que parece estar acomodándose en las conciencias y en las prácticas de la sociedad neoliberal.
Vemos que uno de los ideólogos del neoliberalismo, Hayek, declaró que las dictaduras a veces son necesarias para que un supuesto bien mayor -el sistema neoliberal- pueda ser impuesto. Esa afirmación no solo la escuchó y practicó Pinochet. También lo hicieron Menem, Uribe y Fujimori quienes compartían la creencia de haber sido tocados con la varita mágica de la “legitimidad democrática”: llegaron al poder por elecciones y como ninguno pasaba la prueba democrática en el ejercicio de su autoridad política, tendremos que decir, abusando del término, que no fueron gobernantes democráticos. Creo por eso que el primer asunto que hay que poner sobre la mesa para ser analizado es el de las elecciones, sobre todo cuando éstas ya no aseguran gobiernos de mayoría, el comodín de la democracia.
El sociólogo chileno Rodrigo Baño lo estableció en un trabajo reciente en el que recordó que los dos últimos presidentes chilenos llegaron a ese cargo gracias a las preferencias electorales de una inmensa minoría (Piñera en el año 2017 obtuvo en la primera vuelta electoral el 16,9% de los votantes potenciales. Boric en 2021 en la primera vuelta electoral obtuvo el 12,5% de los votantes potenciales). El historiador Alfredo Sepúlveda, también chileno, ha llegado a decir que la victoria de Gabriel Boric es producto de “una casualidad electoral”. Lo terrible es que todo indica, números mediante, que no está equivocado.
Las consecuencias de tales resultados provocan que gobiernos de minoría estén en permanente tensión ante los riesgos de revueltas sociales. Solo hay que leer los periódicos para entender que lo que ocurre en Perú, lo que ocurrió en Colombia, en Panamá y en Chile parece ser la modalidad de expresión de la intranquilidad social. Y no nos olvidemos de la primavera árabe que en realidad, como casi todas estas explosiones sociales, no fue más que otro otoño.
Entonces, la respuesta de las élites no es avanzar en los cambios y en la necesaria justicia social. Gobernar, por el contrario, acaba transformándose en un mero asunto de gestión que podríamos definir casi en forma brutal como marcado únicamente por la necesidad de llegar al fin del período.
Si bien es cierto que los cambios no son posibles si no se construyen mayorías para conseguirlos, se necesitan procesos de acumulación de fuerzas políticas y sociales que se traduzcan en apoyos y convicciones a la política como acción necesaria para conseguir una sociedad más justa.
Pero estamos frente a un momento en que parece que lo que se busca son motivos para evitar esos cambios. Sin dejar de mencionar la forma en que las fuerzas políticas se encaminan al “maná electoral”, pretendiendo que obviemos lo que es de público conocimiento: como se financian y cuánto cuestan sus campañas para llegar al poder.
Tampoco sería elegante ignorar que la élite sigue prefiriendo otro camino, el de los consensos, para intentar eliminar la conflictividad propia de la acción política. Una senda que, como sabemos, conduce directamente al miedo: miedo a los emigrantes, al racismo, a la falta de derechos, a los otros, a las otras.
Termino recordando a ese respecto, al pensador británico Tony Judt cuando nos alertó que “una democracia de consensos, no será una democracia por mucho tiempo.”