Es frecuente que en los medios de comunicación me pregunten sobre la debilidad del movimiento sindical dominicano, y siempre les digo que se trata de un fenómeno de carácter universal, no solo del país, el cual se inició desde los primeros años del decenio de los noventa del pasado siglo.
En una reciente publicación, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) denunciaba la merma incesante de la afiliación sindical y estimaba que en este descenso se conjugan diferentes factores, como son el paso de la economía industrial a la de servicios, la externalización de las empresas, el crecimiento de la economía informal y la mutación de la relación laboral.
En realidad, la causa primigenia de este incierto futuro es la globalización de los mercados y el desarrollo exponencial de la tecnología que ha obligado al capital para poder sobrevivir a encontrar un nuevo modelo de producción y de organización en las empresas que les permita competir con éxito en un mercado más exigente que trasciende la frontera nacional.
Hasta hace dos o tres décadas estuvimos acostumbrados a esas empresas que se concentraban en un solo gran establecimiento, al cual se sumaban en ocasiones, unas cuantas sucursales, en donde un conglomerado de trabajadores prestaba sus servicios. Los obreros convivían el día a día, se relacionaban, compartían sus quejas e inquietudes, y de este convivir surgía la solidaridad que los llevaba a la constitución de asociaciones para defender sus intereses y reclamar sus derechos.
El sindicato de empresa fue el producto de la revolución industrial, fue el instrumento de lucha contra la explotación, traducida en extenuantes jornadas de trabajo, sin descansos, sin higiene ni seguridad y con salarios irrisorios que apenas alcanzaban para mal vivir, y cuando gracias a las huelgas, a las ocupaciones de fábrica, a los piquetes, las condiciones de trabajo mejoraron y alcanzaron niveles aceptables, los sindicatos idearon nuevas reivindicaciones y por la vía de la negociación colectiva lograron derechos y prerrogativas que no habían sido contemplados en la legislación protectora del trabajo asalariado.
En la sociedad posindustrial de hoy esa empresa que incubó y acogió al sindicato está en vías de extinción. El mercado global y la tecnología la han obligado a transformarse para reducir costos, incrementar su productividad y dar una respuesta ágil y flexible a los requerimientos de una clientela cada vez más exigente. La empresa vertical de antaño se fragmenta, se disgrega, se descentraliza y se articula con otras empresas y trabajadores independientes.
Esta tendencia, cada día más presente en el país, impulsa a las empresas a confiar a proveedores externos ciertas fases o actividades que no forman parte de su competencia básica, y es así como servicios de limpieza o de seguridad, para dar solo algunos ejemplos, pasan a ser realizados por un tercero especializado en el ramo. El movimiento a la externalización es mucho más radical cuando la empresa se contrae a realizar una determinada fase de su producción, probablemente la esencial, y deriva las restantes a terceras empresas, pequeñas unidades que, como satélites, orbitan en torno a ella, para responder exclusivamente a sus requerimientos y necesidades.
Ante este innovador escenario es muy fácil comprender lo difícil que resultará a los trabajadores recurrir a la estructura de un sindicato de empresa. Les será en extremo complejo en una empresa suministradora de mano de obra, porque serán enviados a trabajar con distintos usuarios, y, por tanto, estarán incomunicados entre sí para intentar organizarse, y tampoco lo podrán hacer con los asalariados de la empresa donde prestan sus servicios porque no están vinculados con ella por un contrato de trabajo. Lo mismo acontecerá con los dependientes de las empresas contratistas que orbitan en torno a la gran empresa, en unas, porque no cuentan con veinte trabajadores, mínimo exigido por la ley para constituir un sindicato, y en otras, porque sus condiciones de trabajo son tan precarias y tan frágil su vínculo laboral que el temor a perder el empleo les inhibe de cualquier intento de asociación.
Si a esta situación se añade la utilización de la tecnología para la ejecución del trabajo, el futuro que aguarda a la sindicación no puede ser más desolador. Piénsese tan solo en el teletrabajo o en el trabajo por la vía de una plataforma digital, y difícilmente se podrá esperar que un trabajador solo en su hogar frente a una pantalla de un ordenador o en el guía de un vehículo de UBER se anime a formar un sindicato.
Si el sindicato quiere sobrevivir tendrá necesariamente que innovar en su modelo de organización y en su método de accionar. Lo hizo cuando pasó de gremio profesional a sindicato de empresa, y de reclamos laborales a la exigencia de políticas sociales. Ahora deberá hacerlo de nuevo, pues de lo contrario perecerá.