Hagamos un poco de historia. Trujillo gobernó con mano de hierro este país por 30 años. Cuando mi hija nació, Balaguer, su heredero, estaba en el tercer año de su primer mandato constitucional y su tercera presidencia. Había sido presidente desde agosto de 1960 hasta el 1 de enero de 1962, y luego por 16 días al frente de un consejo de Estado.
Mi hija se graduó de la universidad e hizo una maestría en el exterior y todavía Balaguer, ya ciego, ejercía la presidencia. Nacieron sus dos hijas y todavía el líder reformista, aunque fuera del poder, seguía como candidato al cargo y líder de la oposición. Cuando la mayor de mis nietas, nació, el hoy expresidente de la República, Leonel Fernández, estaba a mitad de su primer mandato y quién después le sucedió en el 2000, Hipólito Mejía, había sido años antes candidato a la vicepresidencia.
El primero fue en dos oportunidades posteriores jefe del Estado y el segundo intentó un regreso en el 2012, llegó a valerse de una reforma para intentar reelegirse en 2004, como lo hizo también después Fernández para eliminar el retiro forzoso que imponía la cláusula del “nunca más” que su Constitución borró.
En mayo pasado, acudieron por segunda y primera vez a las urnas cientos de miles de jóvenes, mis dos nietas entre ellos, que no habían nacido todavía cuando Fernández era ya presidente.
Cuando analicé esa realidad me pregunté en mayo del 2017 en esta columna si la posibilidad de que Fernández volviera a ser candidato en el 2020, no significaría un congelamiento de la dinámica social que conduciría inevitablemente a una etapa de incertidumbre económica y política. Pero lo fue y volvió a serlo en mayo pasado y se perfila de nuevo para las elecciones del 2028.
Si la república quiere realmente seguir adelante, debe promover el relevo que ya se está dando con éxito en el ámbito de la actividad empresarial.