Recuerdo que un amigo de antaño, decepcionado por la corrupción de los gobiernos, me preguntó hace ya un tiempo cuál era la expresión correcta si “salcocho”o “sancocho”, para el exquisito y humeante milagro de la gastronomía criolla, que todos apreciamos y que de manera inexplicable apuramos bien humeante en los calurosos mediodías de nuestros cálidos veranos, con la servilleta en la mano izquierda para secarnos el sudor.
Como no soy lingüista, casi me rompí la sesera para calmar tan persistente emplazamiento. Confieso que me puso entre la espada y la pared, y en el dilema de dedicarme a descifrar, sin tiempo para la tarea, un enigma que le quita todo encanto al placer de saborear tan demandada y sofocante propuesta culinaria.
Lo primero fue olvidarme del diccionario. Y tratar de satisfacer el reclamo en base a la experiencia, que en mi caso no es muy vasta, por la escasa oportunidad que se me brinda de auscultar a fondo sus placeres.
Se me ocurrió pensar que si bien en el país solemos salcochar los asuntos más importantes, y no hay necesidad de haber estado en el gobierno para saberlo, a nadie en su sano juicio le pasaría por la mente la idea de salcochar tan rico exponente de la cocina criolla, como se ha hecho con el tema de corrupción.
La costumbre hace ley, nos recuerda un viejo dicho popular, y nada extraño nos parece la irrefrenable tendencia nacional a salcocharlo todo, desde las leyes y códigos hasta las reformas constitucionales, especialmente cuando se presenta la oportunidad de dejarlo todo como estaba antes, porque a fin de cuentas así es que ha dado resultados. El caso es que tratándose de un sancocho la cosa es muy distinta.
Está bien que salcochemos el plátano, prefiero verlo convertido en fritos, pero de ahí a hacer lo mismo con un sancocho, me parece un crimen gastronómico que yo, en mi casa, no perdonaría.