En “La herencia trágica del populismo” (2013), planteo que si se analiza con rigor científico la estructura social del país, la composición de las fuerzas que la guían, no tardaríamos en observar una curiosa suerte de estancamiento, como si la sociedad hubiera permanecido al margen de la marcha inexorable del tiempo y de la historia. Las estructuras de mando son las mismas que dominaban en los albores de los años setenta. Y muchos de los gritos y quejas de las multitudes de entonces siguen caracterizando las demandas actuales. Ese era el panorama y sigue siendo la realidad, 10 años después de la publicación del libro.
La dolorosa verdad es que después de cinco décadas de ejercicio democrático, el modelo dominicano no ha enseñado evidencias de que sea el más idóneo para resolver los graves e inaplazables problemas de los grandes núcleos de población. Los conflictos y limitaciones en las áreas de la salud, la educación, el transporte público, el costo de la vida, los servicios municipales, son hoy tan graves y alarmantes como lo fueron hace cincuenta años.
Esta decepcionante realidad no implica un fracaso del sistema político bajo el cual hemos vivido durante ese largo trecho. Lo que refleja es sólo la incapacidad de la clase gobernante para hacer frente a los males que aquejan a la sociedad. Hecho este que demanda al mismo tiempo un esfuerzo gigantesco para buscarle rápida solución a muchos de esos problemas, por cuanto del éxito de ese esfuerzo dependerá en buena medida el futuro de la democracia dominicana.
Nos urgen cambios en la forma de practicar y entender la democracia. Nuestra experiencia la convierte en algo muy exclusivista, reservada sólo para aquellos que pueden darse el lujo de adquirir un asiento de primera para lo que se ha convertido en un verdadero y descorazonador drama humano, que cada día se nutre de fuentes inagotables de pobreza y corrupción.