La degradación nacional no se da sólo en la política, donde ya no existen límites. Afecta todos los ámbitos del quehacer nacional. La hemos visto aposentarse en instituciones financieras, en los sindicatos, en el comercio, en la industria, en las asociaciones de profesionales, en los ambientes artísticos y deportivos y, para acortar la lista, en la prensa. Su presencia es brutal y alarmante. La escucha uno por la radio y puede verla por televisión. Nada escapa al proceso de degradación moral que parece habernos tomado con rudeza por el cuello.
Si alguien tiene duda que dedique unos minutos de atención a cualquier programa, sin importar el medio en que se difunda. La degradación a la que me refiero no es la que resulta únicamente del abuso de palabra, de la falta de respeto al derecho del público, sino principalmente al irrespeto a las normas y a la ley. En el país se habla mucho todavía de cambios radicales. Cambios que no significan, por supuesto, una revolución por medio de las armas y la violencia. Pero sí un cambio de actitud ante la ley.
Con la caída de la tiranía de Trujillo se fueron muchos valores tradicionales. Valores que se creyó eran un legado del régimen, como el respeto a los mayores, los buenos modales, la cortesía elemental de pararse a la llegada de una dama, el saludar y dar los buenos días. Para muchos pudiera parecer que se trata de cosas baladíes. Pero es a través de estos y otros pequeños detalles en que se puede medir, como un termómetro, el grado de respeto que una sociedad se tiene a sí misma.
El hecho es que no nos detenemos ante nada y no respetemos ninguna norma. Por eso uno observa, como las cosas más naturales, que nadie se estaciona bien, y le quita el espacio a otro; que cruzamos con la luz en rojo y que copamos las intersecciones, y así provocamos largos taponamientos de tránsito. Aun así, uno piensa que este es un buen país para vivir… todavía.