Después de más de medio siglo de revolución, en Cuba existe libertad de expresión no libertad de prensa. La aclaración, ¡válgame Dios! no proviene de un exiliado del régimen. La hizo en septiembre del 2009 en el almuerzo de los medios del Grupo Corripio una sobrina de Fidel Castro e hija del presidente cubano, Raúl, la señora Mariela Castro Espín, quien admitió también las deficiencias de los fieros sistemas de control de difusión radial y televisiva en un país donde el mínimo soplo de disidencia se paga todavía con cárcel.
Pocos días antes de que la hija del anciano dictador cubano nos regalara esa joya de la definición de las libertades ciudadanas, un hombre fue apresado en La Habana y condenado, sin juicio alguno y sin derecho a defensa, a dos años de prisión por el delito de haber gritado “¡tengo hambre, tengo hambre!” ante dignatarios de la Cuba revolucionaria. Un delito grave si consideramos que toda información acerca de las necesidades reales de la gente constituye la divulgación de “un secreto de Estado”, como es también, la salud del comandante en jefe, cuya sobrina dijo en la ocasión citada que no veía desde que él se vio obligado en el 2006 a dejar la presidencia en poder de su hermano por razones de salud. Y como no sabía de él, más que por lo que los cubanos y extranjeros leíamos en sus periódicas “reflexiones”, tuvo esta distinguida dama de la oligarquía política cubana la sinceridad de confesar su ignorancia sobre el estado real de salud de su tiránico tío, muerto después.
La confesión de tan ilustre y competente integrante del “stablishment” cubano nos recuerda el compromiso de velar con carácter permanente por la vigencia de las libertades públicas en nuestro país, ante la persistente tarea de quienes creen aquí que las leyes y las constituciones existen para protegerlos y no para salvaguardar los derechos fundamentales de los pueblos. Compromiso que se hace cada día más urgente y necesario que nunca.