¿Cuántas encuestas se requieren para que un candidato pueda proyectar una consistente imagen de vencedor? ¿Cuál de ellas le dice su real posicionamiento en el aprecio público? ¿Por qué si tantas encuestadoras coinciden en inclinar la balanza a favor de uno, no cesa la campaña de propaganda distorsionadora, que pone de relieve y fuera de contexto expresiones del otro, muchas de ellas ciertamente desacertadas en las circunstancias de una campaña ríspida, en la que el valor del dinero supera el de las propuestas?
En mis seis décadas de ejercicio periodístico he presenciado mucha agresividad en campañas políticas, y cómo la violencia verbal que esa confrontación genera se adueñaba del ámbito electoral, apra abrirle espacio a la mentira y a la manipulación. He visto cómo se ha recurrido al arte de la fabulación y el accionar de los entornos de candidatos urdiendo planes para desprestigiar a adversarios y en ocasiones hasta a gobiernos extranjeros, apelando a grabaciones ilegales. Y he presenciado el uso de grandes cantidades de recursos públicos al servicio de candidaturas, con el pleno respaldo de un beneficiario, tal vez víctima también en el pasado de esa práctica ilegal.
El tercer domingo de mayo del 2024, los dominicanos volveremos a las urnas a elegir al binomio que dirigirá a la nación por los cuatro años siguientes. En una democracia de valores, con fuertes instituciones, los ciudadanos ejercen ese derecho a plenitud y con plena conciencia, sin más presión que aquella que le dicta su propia visión de la realidad. La distorsión de esa realidad, mediante encuestas y adquisiciones mediáticas, tiene el propósito de cambiar el ambiente que uno observa en las calles.
Si bien el uso del poder no siempre cambia la intención de la gente, todo tiende a presagiar que el dinero y el poder seguirán perpetuando esa singular tradición de la política dominicana.