Cuesta entender las razones por las cuales los dirigentes de los países en desarrollo, como el nuestro, se resisten a aprender de las experiencias de las naciones ricas en materia de economía. La mayoría de esos países han tenido la fortuna de darse gobiernos con un sentido amplio de las realidades, que en situaciones difíciles, han asumido la responsabilidad de tomar a los toros por los cuernos.
Ronald Reagan, por ejemplo, comprimió el gasto público, achicó así el papel del gobierno, mientras reducía los impuestos. El resultado no se hizo esperar. La economía norteamericana comenzó a crecer y el nivel de vida de los estadounidenses mejoró. En más de una ocasión, la Junta de Reserva Federal de los Estados Unidos ha bajado las tasas de interés para impulsar la dinámica económica. El dinero deja de ser una mercancía de lujo, los préstamos se abaratan y la gente dispone así de mayor accesibilidad a préstamos para adquirir vivienda y resolver otras necesidades familiares o de sus empresas. Idénticas fórmulas han sido ensayadas con éxito en muchos otros países en distintas oportunidades.
En el nuestro, en cambio, la tendencia ha sido siempre la de resolver los problemas nacionales con más impuestos y préstamos onerosos que comprometen seriamente las finanzas públicas. Una y otra vez depositamos la suerte del manejo de los conflictos y las precariedades económicas del sector público en más y más leyes impositivas que sólo consiguen engordar la burocracia e inflar el gasto público, y empobrecen aun más a la población sin lograr el objetivo de mejorar las condiciones del país.
Se cree que al enriquecer al Estado, las cosas serán más fáciles. Con ello apenas se consigue el empobrecimiento de los ciudadanos, que ven así cómo la gula fiscal de los gobiernos acaba por mermar sus recursos, agrava sus penurias y hace mucho más difícil la solución de sus problemas particulares.