Un tribunal de Taipei, capital de Taiwán, condenó hace años a cadena perpetua al expresidente Chen Shi-bien y a su esposa Wu Shu-chen por cargos de corrupción. Se les acusó de apropiarse de tres millones de dólares y recibir sobornos por otros nueve, doce millones en total, alrededor de 432 millones de pesos dominicanos, al cambio de entonces. Cuando les comenté el caso a unos legisladores y dirigentes políticos de los tres partidos del país con los que coincidí en una reunión, me comentaron casi al unísono, con sonrisas sarcásticas: “Miguel, ¡esos son chelitos!”
Taiwán es una pequeña isla en el mar de China más pequeña que la parte dominicana de la isla que compartimos con Haití. Pero su economía es muchas veces más grande que la nuestra y exporta en un año lo que nuestro país tal vez no consiga hacerlo en más de una década. Sin embargo, todo indica que en materia de corrupción lo superamos. La expresión “esos son chelitos” es un reflejo de esa penosa realidad, porque sabemos que muchos aquí triplican su patrimonio en el ejercicio de funciones públicas y que por esa cantidad pocos mueren si alguien les apunta con un arma y les grita: “¡La bolsa o la vida!”, como en aquella famosa película de Cantinflas.
La corrupción es un mal universal, es cierto. La diferencia estriba en la actitud que se asuma contra ella. Entre nosotros nunca pasa nada y los funcionarios más corruptos son premiados con ascensos y traslados. Esa ha sido la tradición. Un ciudadano cualquiera pasa las de Caín para obtener un documento de identidad, pero delincuentes internacionales y prófugos de la justicia de otros países han obtenido hasta tres y cuatro cédulas en tiempo récord y con un tratamiento “preferencial”, según testimonio del presidente de la cámara administrativa de la entonces Junta Central Electoral sobre un caso que escandalizó al país y mostró el nivel de corrupción a que hemos descendido.