Los más recientes actos de terrorismo recuerdan cómo en septiembre de 2006, el clero musulmán reaccionó con el fanatismo acostumbrado a declaraciones del entonces Papa Benedicto en rechazo a la violencia de los grupos extremistas islámicos.
El Vaticano mostró las mismas señales del nerviosismo que el terror de esos grupos infunde en Occidente. Lo curioso es que las reacciones de los clérigos musulmanes estaban llenas de diatribas contra el cristianismo y los intentos de aclaración de la Santa Sede no hicieron alusión alguna a ese hecho. Lo importante era excusarse con quienes ya habían y siguen haciendo pagar muy caro el “crimen” de publicar caricaturas del profeta Mahoma.
La verdad es que el Papa no había ofendido al islam. Sus declaraciones, pronunciadas en ocasión de una visita a Alemania, su país natal, se limitaban a rechazar, ni siquiera a condenar abiertamente, “las motivaciones religiosas de la violencia”, es decir la guerra santa, la “yihad”. La oficina del Pontífice se disculpó diciendo que el propósito de Benedicto no fue “ofender a los creyentes musulmanes”.
El enojo de los monjes se debía a la mención que el Papa hiciera en una universidad alemana de un diálogo entre un emperador bizantino y un erudito persa del siglo XIV. En su discurso, el Pontífice citó a un estudiante diciendo que “para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente”, por lo que su voluntad no estaría ligada “a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la razón”.
Bastaron estas frases inocentes para amenazar con una crisis mundial y dañar el clima de la visita que el Papa tenía proyectada realizar dos meses después a Turquía, la primera a un país musulmán desde que asumiera el trono de Pedro. El mundo occidental temblaba por esa nueva “agresión” al profeta. Ya Al-Qaida le había recordado a Francia que figuraba en su lista. Tal vez al Vaticano también le llegue su turno, como ya le llegó a Francia.