Hace años, la Feria del Libro dedicada a Cuba puso de resalto el peligro que representa para la libertad individual y la libre creación la imposición de normas al trabajo artístico y literario. Los delegados oficiales del gobierno cubano a ese evento demostraron con sus actuaciones que las regulaciones en el campo de la cultura pueden degenerar en restricciones al ejercicio de la libertad de los individuos.
Como se ha dicho, peor que el control de la economía lo es el control de la cultura. Las normas imperantes obligan a los intelectuales, poetas, escritores y artistas plásticos a ceñirse a las políticas oficiales, que son instrumentos de control social. Igual sucedía en la antigua Unión Soviética. Aún después de la muerte de Stalin y la denuncia de las purgas y los asesinatos de millones de rusos durante el reinado de terror del Zar bolchevique, hecha por Nikita Kruschev en el vigésimo congreso del Partido Comunista de la URSS, y la creación posterior de un clima de relativa tolerancia, los artistas e intelectuales soviéticos continuaron ceñidos a las normas muy estrictas del llamado Realismo Socialista, lo que los obligaba a supeditar su labor a las directrices oficiales de la clase dirigente y a los intereses del partido.
Incluso durante los años posteriores de la llamada era de la “distensión y la emulación económica”, los artistas e intelectuales soviéticos estuvieron subordinados a los caprichos de la censura oficial que por un largo tiempo estuvo a cargo de un verdugo de la cultura, la famosa Ekaterina Furseva, quien luego fuera víctima del propio sistema al que había ayudado a fortalecer, al caer en prisión acusada por sus propios mentores de cometer actos reñidos con la moral socialista, relacionados con sustracción y uso irregular de recursos públicos. Los intelectuales cubanos siguen sometidos a las mismas restricciones.