Se ha hecho una costumbre la práctica nada constructiva de atribuir las irregularidades que se ven todos los días a la existencia de una supuesta “mafia” omnipresente en cuantas actividades y rincones puedan darse dentro del ámbito de la República. Se hace referencia sistemática a esa “terrible hermandad” del crimen organizado dominicano, como si los denunciantes tuvieran pleno conocimiento de quiénes la integran y cuáles entidades o personas actúan como sus cómplices.
Para desgracia de la nación, nadie parece tener el coraje suficiente para mencionar a los miembros de esa “mafia” por sus nombres. Quien asume la responsabilidad de denunciar una irregularidad debe tener presente que la denuncia en sí misma carece de objeto si no va acompañada de datos que ayuden a identificar al culpable. La práctica de buscarlo en una secreta organización, con células por todas partes, no hace más que distorsionar una situación nacional ya grave y confusa, y en esencia es un acto de suprema irresponsabilidad. Es evidente que por lo general las denuncias de ese tipo persiguen objetivos muy personales. Nada me parece más irresponsable que señalar como culpable de nuestras crisis a una “mafia” que probablemente exista, pero que tal vez esté o actúe en otros lugares más importantes y peligrosos. Quien asuma la iniciativa de hablar de asuntos tan graves debe también forjarse la obligación de identificar a los culpables con nombres y señales.
Parecería que viviéramos en una nación podrida, llena de delincuentes, donde las virtudes ciudadanas fueran inexistentes y nadie valiera un céntimo. Sin embargo, a pesar de la podredumbre moral que obviamente nos arropa, muchas partes de la estructura de la República están sanas y libres de sospechas y grandes cantidades de ciudadanos pueden darse el lujo, la honradez aquí es un lujo, de caminar con la cabeza en alto, en medio del hedor que brota por muchos rincones.