Sean hombres o mujeres, las figuras públicas, no tienen vida privada. Todas sus actuaciones son del mayor interés para la población y eso justifica la atención que los medios suelen dedicarles a los políticos, empresarios o celebridades del mundo del espectáculo, en aquellos países donde existe plena libertad de prensa y el poder no se utiliza para reprimir a los ciudadanos. Mucha de esa gente exige respeto a su conducta privada, creyéndose en derecho de privar al público del conocimiento de sus ambigüedades y de sus falsas composturas.
A lo que sí todo ciudadano tiene derecho es a la intimidad, cosa muy distinta. Una muestra de la importancia de aceptar como una regla esa diferencia, se ha dado infinidad de veces en otros países, especialmente en Estados Unidos, donde una conducta fuera de las normas establecidas ha acabado con muchas prometedoras carreras políticas. En nuestro ambiente podríamos citar algunos ejemplos aterradores, citados frecuentemente en las redes sin consecuencia alguna para los mencionados.
Las figuras públicas tienen obligaciones ante la sociedad y no pueden sostener una carrera ascendente a despecho de sus malos hábitos públicos o su conducta indecorosa. En el país debemos admitir como una obligación de los medios la denuncia de situaciones de esa naturaleza, una regla que apenas se observa. Si un político golpea a su esposa o maltrata a sus hijos. Si conduce en estado de embriaguez, el país debe saberlo.
Es una forma segura de contribuir al adecentamiento de la vida pública, tanto a nivel político como privado. Hay gente aquí que niega la manutención de los hijos y va a la televisión a dar cátedra de moralidad. Son verdades que la nación debe conocer a fin de repudiarlas con todo el vigor requerido.