El ciclo de antisemitismo que invadía Europa en los años treinta del siglo pasado subrayaba la necesidad de una patria segura para millones de seres que en el sufrimiento de dos mil años de dispersión habían insistido en seguir siendo judíos. Palestina no era ya una ficción sino una realidad que debía materializarse todavía con mucho sacrificio. A través de sus organizaciones en Alemania, los judíos habían descubierto la inminencia del nuevo peligro. Los nazis acuñaban una terrible palabra que no dejaba lugar a dudas de su designio.
En los discursos del führer y en la propaganda de Goebbels, “vernichtung”—aniquilación—se oía siempre. Los pogromos que estremecieron las poblaciones alemanas y austriacas todo el día y la noche del 10 de noviembre de 1938, y que ha pasado a la historia como “La noche de los cristales rotos”, fue solo un anticipo de lo que esperaba a las comunidades judías del continente.
La represión de ese terrible día tuvo un pretexto oficial en el asesinato en París de un funcionario de la embajada alemana por parte de un joven judío holandés. Herschel Grynszpan había recibido una carta de su padre detenido por los alemanes. Provenía de Polonia, donde fuera deportado con otros miles de judíos. Todos ellos habían sido obligados a caminar bajo la tormenta en condiciones infrahumanas y sometidos a fuertes golpeaduras. Conturbado por la noticia, Grynszpan entró a la embajada alemana en París y disparó contra Ernst Von Rath, tercer secretario, y lo mató en el acto.
Al conocerse la noticia, no quedó una casa judía intacta en toda la Alemania nazi. Cientos fueron muertos y miles arrestados. Al finalizar la guerra seis años después, en los campos de concentración y en los hornos crematorios construidos por los nazis, para exterminar a los judíos, seis millones de seres humanos quedaron convertidos en un montón de huesos y cenizas.