Si la rivalidad entre los principales partidos del país, en algunos incluso a nivel interno, continúa creciendo y no se modera el tono de los discursos, debemos prepararnos para una campaña ácida con fuertes enfrentamientos verbales cuando lleguemos al 2020.
De ahí a la confrontación física habría apenas un pequeño trecho.
Los resultados serían previsibles, con inevitables impugnaciones al final del proceso, lo cual le restaría legitimidad al gobierno nacido de una larga y extenuante jornada caracterizada por pugnas y acusaciones personales y una pobre exposición de ideas y propuestas creativas.
A fin de evitar un indeseable desenlace, es urgente propiciar con suficiente antelación un compromiso que los obligue a partidos y candidatos dejar atrás esa tendencia tan pronunciada en el ámbito político de dirimirlo todo al través de una discusión de sordos.
En circunstancias más o menos normales, los procesos electorales alientan en la población expectativas de cambios. En el próximo podría ocurrir lo contrario. Buena parte del país comienza a preocuparse ante la posibilidad de que el tono agrio se imponga pudiendo conducirlo al terreno de la confrontación directa. Esa fatal posibilidad implicaría el riesgo de descender a un nivel de violencia en que nadie reconozca los espacios del contrario, ni se sienta tampoco obligado a laborar con sujeción a normas de respeto a los derechos de los demás.
Si la ley de la selva termina un día imponiendo las reglas de las campañas, las consecuencias serían lamentables. De ahí la importancia de abrirle paso a la moderación y permitir que ella trace las pautas de un proceso que estando aún lejos empieza ya a dar algunas señales de lo que traería consigo. ¿Habrá algún partido o candidato dispuesto a dar el primer paso? ¿Estarían los demás preparados para seguirles? Es la pregunta que todos deberíamos hacernos.