Aunque dejé de interesarme por el género hace años, siempre he creído que las cosas mejorarían notablemente en el país si de vez en cuando en las alturas del poder la voz de un poeta dejara escuchar su canto de esperanza. En lugar de tanto ruido y disonancia habría así reposo para el espíritu, suficiente tranquilidad y sosiego para hallar un camino adecuado, en medio del laberinto en que nos encontramos.
La crudeza de nuestras realidades ha cercenado la imaginación, el toque mágico que tantas veces se precisa para encontrar fuera del quehacer político, sórdido e insensible, la llave de soluciones a los problemas del país.
Y es que el defecto principal de los dirigentes nacionales es su incapacidad para encontrar en la belleza de la forma un método de acción político y aceptarlo como una fórmula viable. Prefieren el sistema directo y franco de la ofensa y la brusquedad. Tal vez pudieran aprender de aquel que tanto denostaron y que hace años, ante la estatua de un poeta en el acto inaugural de una plaza, en medio del trajinar cotidiano de la presidencia, fue capaz de encontrar la siguiente inspiración:
“Los versos de amor de Fabio Fiallo son invariables y eternos, como lo son las efusiones del corazón humano. Muchas parejas de enamorados, algunas de las cuales ignorarán tal vez la propia existencia del autor de ‘La canción de una vida’ y habrían leído acaso, como composiciones anónimas, muchas de las coleccionadas en sus libros, acudirán en la alta noche a esta plaza, atraídas por su soledad y por el rumor de sus fuentes, y al pasar entre el murmullo de las hojas junto a la estatua del poeta, con las manos entrelazadas, se musitarán como un secreto al oído los versos inolvidables:
“Por la verde alameda silenciosos/íbamos ella y yo; /la luna tras los montes ascendía/en la fronda cantaba el ruiseñor”.