La deuda externa puede ser cuantiosa, superior a la capacidad nacional para hacerle frente, y otros indicadores pudieran presentar números todavía más deprimentes. Sin embargo, es la pobreza con sus altos índices de insalubridad y marginalidad, lo que verdaderamente constituye un elemento explosivo en la vida de nuestro país.

La deuda puede ser objeto de negociación en el Club de París y éste o cualquier otro gobierno podrían demandar sin mayores dificultades, en circunstancias óptimas por supuesto, cierto grado de paciencia a los acreedores. ¿Pero cómo pedírsela a un hambriento carente de recursos para dotar a sus hijos de casa, educación y comida, y reclamarle que espere por tiempos mejores que nunca llegan?

La democracia y el progreso han sido conceptos vacíos, faltos de significado para una parte considerable de la población anegada en una estrechez absoluta, sin acceso alguno a los medios de producción. Una democracia selectiva que asegura participación en la riqueza del país a sólo una parte de él, demasiado ínfima por cierto, no es la mejor garantía de su propia estabilidad.

Se necesita conferirle alguna suerte de contenido social. Hacerla más atractiva a la población que sufre los embates de la crisis económica en su propia carne. Naturalmente, este es un tema que pocos quieren abordar. Ha sido así a lo largo de toda nuestra práctica democrática.

Posted in La columna de Miguel Guerrero, Opiniones

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