Cuando se trata de Haití, solemos dejarnos arrastrar por el fanatismo. Lo inteligente sería invitar a las organizaciones que nos acusan de maltrato a los ilegales a extender de manera conjunta su lucha por los derechos de los inmigrantes haitianos a su país. Así, un esfuerzo loable, de enorme contenido humano, beneficiaría a más de 10 millones de personas en lugar de los dos o tres millones que se dice viven ilegalmente en el país.
No podemos decir que este sea el paraíso para los haitianos que se van de su país tratando de encontrar en el nuestro una oportunidad que el suyo no les brinda. Pero si bien es cierto que miles de ellos pasan penurias aquí, muchos otros, la mayoría, logra establecerse sin extremas dificultades, copando áreas enteras del mercado laboral al que miles de dominicanos desempleados ya no tienen siquiera acceso.
Es obvio que hay dominicanos xenófobos. Sin embargo, la mayoría no lo es. Y a pesar de los problemas que acarrea la inmigración ilegal incontrolable en una economía como la nuestra sin capacidad para absorberla, el país no practica una política de discriminación contra sus vecinos geográficos. Las condiciones miserables que se mencionan para acusar a la nación de prácticas racistas contra el pueblo haitiano, son las mismas que sufren muchos dominicanos, venezolanos, colombianos, ecuatorianos, en las zonas rurales y en los inmensos cinturones de miseria que bordan sus ciudades.
Los sentimientos ultra nacionalistas de una minoría fanática han fortalecido los argumentos que se emplean para desacreditar a la nación. Solo bastaría leer las bases de las acusaciones para comprobarlo. Hace casi una década convirtieron a la señora Sonia Pierre en una víctima, sin entender que su activismo poco considerado con el país que le dio acogida, era el mejor desmentido de que somos un conglomerado racista. Ella tuvo en el amateurismo de esos grupos su mejor aliado.