La realidad indica la importancia de promover una mayor dosis de iniciativa individual, tanto en la economía como en las demás facetas del quehacer cotidiano. Y dos ejemplos muy cercanos, Cuba y Venezuela, resaltan esa imperiosa necesidad. Los mercados bien abastecidos han sido siempre aquellos dejados en situaciones normales a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado.
La experiencia demuestra que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza. Constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. De manera que lo ideal es un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia.
La pronunciada y creciente presencia de los gobiernos regionales, como agentes económicos, y no reguladores de la actividad económica, distorsiona el clima de negocios y la seguridad jurídica, esenciales al éxito de todo plan de crecimiento real. Y no me refiero a un gobierno en particular, sino a una situación generalizada, nacida en los albores de la historia republicana de América Latina, que ha paralizado el verdadero crecimiento material de la región y reducido a estándares espantosamente peligrosos los niveles de frustración en que sobrevive una parte importante y cada vez mayor de los pueblos que la forman.
Un fenómeno cuya solución parece más alejada en la medida en que falsos redentores a nombre de una nueva izquierda, proveniente irónicamente de la derecha más extrema, se adueña de la fantasía de sus pueblos, hambrientos de esperanzas. Situación esta en ascenso permanente ante el fracaso de mediatizados ensayos democráticos y el desprestigio de modelos de redención hoy en ruinas.