El problema de la inmigración ilegal es tan grave que nadie puede aquí dar una cifra más o menos aproximada sobre cuántos en realidad viven en el territorio dominicano. Se habla de entre millón y millón y medio e incluso a muchos les parecen esos números subestimados.
El vicealmirante Sigfrido Pared Pérez, siendo director de Migración, reveló que después del terremoto la cifra aumentó en unos 200,000. Las calles de las ciudades principales están llenas de niños haitianos pidiendo limosnas en las esquinas. Muchos negocios informales ambulantes han sido copados por esa creciente población.
Algunos lectores, al llegar a este punto, podrían formarse un criterio equivocado acerca de mi posición respecto al tema. El problema no son los haitianos. Es el número. Un número que desborda la capacidad de nuestra economía. La presencia de esos inmigrantes tiene un impacto social, político, económico y cultural muy intenso. La utilización de esa mano de obra más barata ha empobrecido el salario en las capas bajas y medias y está creando mucha resistencia en esos segmentos de población, que se sienten desplazados. El país carece de una política clara en materia de migración y eso ha contribuido a agravar el problema. Como consecuencia de ello y de la incapacidad para asimilar tan enorme flujo humano, el país se ha visto acusado por la comunidad internacional de practicar políticas discriminatorias y se nos tilda de racistas; imagínense un país de mayoría mulata y negra tenido como promotor de un apartheid contra gente de su misma etnia.
El caso es que si no se le pone freno a la inmigración ilegal, tarde o temprano, espero que nunca, los dos países se verán ante la posibilidad de un conflicto mucho más serio de lo que tal vez haya existido jamás entre ambos. Pero aún cuando la inmigración se limite, la pregunta es: ¿Qué hacer con los que ya se encuentran de manera ilegal?