Uno de los grandes imperativos del presente, y del futuro por supuesto, es la necesidad de encontrar la forma de conciliar los logros del crecimiento económico, alcanzado en el país, con una mejor y más equitativa distribución de sus frutos.
Entre la aceptación de esta realidad y la voluntad para llevarla a la práctica han mediado abismos insondables.
Tal vez uno de los más grandes defectos de la nación ha sido siempre la carencia de voluntad política para realizar aquellas empresas que demandan sus propias necesidades, y entender ese defecto no sólo como el fruto de decisiones y políticas gubernamentales, sino más bien como la falta de vocación general para acometerlas.
Este es uno de los puntos en que los políticos dominicanos se parecen. Por lo general saben identificar las metas sin la misma habilidad para encontrar el camino de su búsqueda. La diferencia entre la inacción, que ha sido tradicionalmente la causa de muchos de nuestros males, y el correcto encauzamiento, ha sido una voz de marcha dictada a tiempo.
La gravedad de nuestros problemas hace ya un imperativo la toma de decisiones inmediatas, a fin de evitar consecuencias sociales peores de las que el pueblo se ha visto precisado a afrontar. La brecha entre la opulencia y la miseria ha seguido expandiéndose en el país, y se ha acelerado a partir del proceso de devaluación que hemos estado sufriendo en los dos últimos años.
Aquello de que habitamos una tierra de promisión suena hueco a los oídos de cientos de miles de padres de niños famélicos, que anualmente nacen y mueren en medio de un ambiente de escasez absoluta sin oportunidades ulteriores.