En uno de mis viajes a Caracas en las postrimerías del siglo pasado como parte de los trabajos de investigación del libro “La ira del tirano”, en el que narro la organización y ejecución de la trama con la que el dictador Rafael Leónidas Trujillo intentó dar muerte a su rival, el presidente Rómulo Betancourt, tuve ocasión de revisar los archivos del líder venezolano. El inmenso legajo de documentos que resumen su vida estaba guardado meticulosamente en la fundación que llevaba su nombre, la que dudo que exista bajo la dictadura chavista.
Betancourt fue uno de los líderes democráticos más importantes de América Latina, no solo por el tiempo que le tocó vivir y las circunstancias que debió afrontar, sino principalmente por el extenso legado de enseñanza democrática que dejara en sus libros y discursos, lo que hoy tiene una importancia capital ante el naufragio de los valores democráticos en sus país. Betancourt logró sobrevivir a un atentado fraguado por Trujillo en una avenida de Caracas, mediante una bomba accionada a través de un control remoto. El atentado le costó a Trujillo la imposición de sanciones económicas y diplomáticas que terminaron por derrumbar los cimientos de su dictadura.
En sus memorias Betancourt escribió: “He vivido lo suficiente para haber aprendido que los elogios a hombres públicos tienen deleznables cimientos y que las rachas nada benévolas de la historia terminan para siempre por desmantelarlos. Me he preocupado de acercarme al hombre que diseñó Rudyard Kipling en su poema If, un sí no afirmativo, sino condicionado. La estrofa exalta al hombre capaz de haber visto pasar junto a él, entre sus manos, con la misma indiferencia fundamental, la persecución y la derrota, la victoria y el poder”.
Me he preguntado cuántos entre nosotros están dotados de la suficiente fuerza moral para acercarse a ese modelo de liderazgo. l