Después que en diciembre del 2017, el papa Francisco llamó a los ricos a poner fin a la “cultura del egoísmo” y pidió a los jóvenes promover “líos en las diócesis”, es preciso insistir que si esta sociedad aspira a vivir en paz y bajo cierto grado de estabilidad política, debe hacer más esfuerzos para combatir la indigencia. Los logros en el campo de la seguridad social y la democracia económica están muy a la zaga de las conquistas en materia de desarrollo político y respeto a las libertades individuales. Una democracia funcional requiere de cierto equilibrio de esos elementos fundamentales. Por eso, para muchos sectores de población, nuestro sistema político es insustancial y no le representa nada.

La pobreza no es el factor fundamental de la desobediencia social y la subversión, aunque la fomenta y en determinados momentos la justifica, desde un prisma puramente ideológico. El hecho de que algunos de los movimientos guerrilleros más exitosos hayan actuado en sociedades más o menos adelantadas, desde una visión tercermundista, como Argentina y Uruguay, demuestra que en la sedición y las guerrillas operan fuerzas y elementos ajenos totalmente a la pobreza imperante en el medio en donde actúan.

Sin embargo, el ensanchamiento de la brecha, ya grande, entre pequeños grupos detentadores del poder económico y grandes masas de población carentes de toda posibilidad de progreso, gravita penosamente sobre la suerte del sistema democrático. La desaparición de la pobreza debe ser, por esta y muchas otras razones, un fin en sí mismo en la sociedad moderna.

Por tal razón, necesitamos reformas que tiendan a reducir esos desequilibrios y crear nuevas y prometedoras fuentes de empleo, para devolverles a una parte importante de la población la dignidad que la falta de oportunidades se llevó consigo.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas