Un grupo de ciudadanos solicitó a la Junta Central Electoral, en diciembre del 2009, la inclusión de un recuadro en la boleta electoral que permitiera a los electores expresar su rechazo por las opciones de los partidos al votar “por ninguno”.

Se trataba de evitarles a los electores el tener que decidirse por el llamado sufragio negativo o el voto por el “menos malo”, que a la postre, eliminados los que se creían peores, deja al supuesto menos malo como el único malo, con un nivel de legitimidad que luego propicia la clase de latrocinio propias y conocidas del quehacer gubernamental.

Al negar el derecho a expresar con su voto el rechazo de las opciones presidenciales, el sistema electoral alienta y promueve la corrupción, práctica asociada a la desgarradora desigualdad observable en esta sociedad caracterizada por sus múltiples realidades, espantosas la mayoría de ellas. El presidente de la junta de entonces, hizo público su desagrado por la iniciativa emitiendo opiniones que pesaron negativamente en la decisión final del pleno del organismo, sin tomarse siquiera el tiempo para ponderarla en respeto al derecho de los electores de escoger con plena conciencia y libertad a sus gobernantes.

Al calificar de antidemocrática la solicitud, el organismo asumió un criterio muy particular de lo que la propuesta representaba. Todo el sistema nuestro está edificado sobre la base de preservar los privilegios que la clase gobernante se atribuye, en función de su capacidad ilimitada, sin freno alguno, para disponer a discreción del presupuesto de la nación y el patrimonio público en general. El temor a que un voto válido de rechazo, o “por ninguno”, pueda restarle legitimidad a la autoridad elegida no será nunca responsabilidad de los electores, sino de las malas opciones por las que hemos estado siempre obligados a votar como si fuéramos borregos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero, Opiniones

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