En la escena final del último acto de Lucía de Lammermoor, de Gaetano Donizetti, en el momento más sobrecogedor del aria de La locura, se escuchan voces cantar:
“El amor le nubló la razón a Lucía”.
Desde la escena inicial del primer acto del drama político nacional, se han estado escuchando lamentos sobre la forma en que la corrupción le ha oscurecido el sentido de la realidad al gobierno.
Sólo que a diferencia de los minutos finales en Lucía, no habrá aquí un Edgardo que, tendido sobre el cadáver de su amada, llore su muerte…., política por supuesto.
El caso es que la corrupción ha sido el lazo común de cuantos gobiernos hemos tenido a lo largo de nuestra vida republicana. Germán Ornes decía que ese flagelo social se parecía a una competencia olímpica en la que cada país participa con cuatro corredores, que van pasándose a lo largo de la competencia un pequeño objeto y continúan corriendo. Solo que en el deporte olímpico, la carrera termina en una meta. En el Gobierno no termina. Su sucesor toma la corrupción donde la encontró y sigue corriendo.
El problema no radica en la facilidad con que los puestos públicos abren las puertas al enriquecimiento ilícito, si no fuera por el triste hecho de que constriñe el crecimiento y al final, nos empobrece material y moralmente como nación.