Las sociedades comienzan a sentir la necesidad de cambios cuando ven desaparecer las oportunidades, mientras la corrupción, protegida por un manto de impunidad aceptada por la clase dirigente como un compromiso, se convierte en la norma de la vida pública. Hemos presenciado ese fenómeno en muchos países del continente, con resultados desastrosos para la práctica democrática. El ejercicio del poder ha dejado de ser en nuestros países un deber de servicio público para transformarse en un trampolín social y un camino directo y corto al enriquecimiento.

A ese ritmo, las estructuras del sistema democrático dominicano caerán en pedazos mucho antes de lo que uno pueda siquiera imaginarse. Los pueblos, como los niños, tienden a imitar los modelos de otras sociedades haciendo en algunos casos rodar equivocadamente cuanto pudo representar un paso de avance creyéndolos la presunta causa de sus males y dolencias.

En nuestro país, embriagados por las exquisiteces del poder y las ventajas personales que lleva consigo, los gobiernos han dejado a un lado sus obligaciones elementales de transformar la vida de la gente y se han convencido de que la preservación de la pobreza y los elevados signos de marginación existentes, son una sólida garantía de su vigencia política. Porque son y han sido lo suficientemente inteligentes para entender que la eliminación de esa pobreza disminuiría drásticamente la humillante dependencia que mantiene a los grupos marginados de la población atados a ellos. Y que superada la pobreza ya no le sería posible comprar votos con funditas y tarjetas adquiridas con recursos del Estado.

La deplorable condición en que vive una gran parte del pueblo dominicano es la fuente de donde se nutre la clase política que le gobierna. Por eso a ninguno de los gobiernos les ha interesado enfrentar esa situación con sinceridad y firmeza.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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