En el 2010, la izquierda puso el grito al cielo por la concesión del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, esgrimiendo los mismos lugares comunes que han caracterizado su triste y fosilizado discurso, inconcebible en estos tiempos de globalización y apertura democrática.
Mientras los Chávez y los Castro se aferraban entonces al pasado, sumiendo a sus pueblos en la desesperación y la pobreza, Vietnam y Estados Unidos incrementaban sus lazos comerciales, dejando atrás años de guerra cruenta en la que murieron más de un millón de vietnamitas y 55 mil estadounidenses. En los días en que la izquierda dominicana lanzaba denuestos contra el laureado escritor peruano, el secretario de Defensa norteamericano se reunía en Hanói con sus pares de China, Rusia y Vietnam para avanzar en acuerdos de cooperación militar. En Beijing, el gobierno comunista declaraba patrimonio o monumento nacional la vivienda del pueblo de Feng-tien, de la provincia Zhe-Chiang donde nació Chiang Kai-shek, fundador de la república de Taiwán, y enemigo de toda la vida de Mao Tse tung. Y los dos gobiernos, el de Beijing y el de Taipéi, acababan de firmar un acuerdo de cooperación bilateral que ponía fin a medio siglo de alejamiento.
Con ese discurso y esa visión del mundo es imposible avanzar y garantizar a la América Latina bienestar para sus pueblos. Si Vargas Llosa no era merecedor del Nobel habría entonces que revisar todo el historial del premio. La hostilidad contra el eminente escritor es fruto de la intolerancia y del desconocimiento del mundo en que vivimos. El galardón a Vargas Llosa no fue otorgado por sus convicciones ideológicas sino por su trabajo literario. Pero si lo primero hiciera méritos para el caso, entonces tendríamos necesariamente que convenir que con él se hizo justicia, enmendando así el penoso error por el cual esperó el reconocimiento del que fue siempre merecedor.